En 10 años tierras agrícolas equivalentes al tamaño de Argentina cambiaron de manos en el mundo. En naciones como Paraguay ello incuba males presentes y futuros.
“En promedio, los inversionistas extranjeros compran en los países en desarrollo una superficie de tierra del tamaño de Londres cada seis días”, dice Asier Hernando, coordinador de la campaña Crece, de la ONG Oxfam, para América Latina. El hecho no es bueno ni malo en sí mismo. Como en cualquier otro ámbito trascendente, Dios o el Diablo están en los detalles.
Para Hernando, lo que es seguro es que “el incremento de las inversiones vinculadas a la compra de tierras en el mundo representa un gran desafío para los gobiernos, el sector privado y las comunidades”. Precisamente por el incremento constante del fenómeno: “En la última década se ha vendido en el mundo una superficie de terreno equivalente al territorio de Argentina”, grafica el ejecutivo de la ONG.
Y, al tratarse de terrenos fértiles, tal cantidad “podría alimentar a casi 1.000 millones de personas, cifra mayor al número de personas que, según la FAO, se acuestan con hambre cada noche”. ¿Por qué ello no ocurre? Primero, porque los compradores suelen pertenecer a naciones relativamente ricas y, algo más sorprendente, porque los inversores han preferido dedicar alrededor del 60% de tales suelos “a la producción de cultivos para obtener biocombustibles”.
En Latinoamérica, Paraguay se ha convertido en un ejemplo del manejo destructivo del fenómeno. Allí unas 9.000 familias deben dejar los campos todos los años y migrar a las ciudades debido al boom sojero, cuando casi medio millón de hectáreas se pasan “al yuyo de oro".
De esa forma, según Oxfam, en los últimos 20 años, 100.000 pequeños agricultores se han quedado sin trabajo y el 77% de la tierra cultivable se ha concentrado en el 2% de la población.
¿Cómo evitarlo? Hernando estima que, para que la inversión agrícola tenga un efecto positivo a largo plazo, “tiene que estar regulada y cumplir altos estándares sociales, económicos y ambientales”.