Concluido el tiempo de bonanza de los commodities, que garantizó un enorme colchón de liquidez al gigante sudamericano, la mirada ya no está puesta en el brillo del evento, sino en la relación costo-beneficio que, haciendo cálculos, este puede generar.
La estructura de acero de 300 metros de ancho que se erige sobre la bahía de Guanabara, en la región portuaria de Río de Janeiro, proyectada por el arquitecto español Santiago Calatrava, es hoy la marca más altiva de la ciudad como sede de los Juegos Olímpicos, aunque no represente ninguna pista de competencia. Ella enmarca el científico Museu do Amanhã (Museo del Mañana), construido gracias a la inversión de R$216 millones (US$54,5 millones), y a una negociación que permitió al municipio congregar el patrimonio territorial del entorno portuario, antes fragmentado en varios entes, y atraer capital privado para dar un nuevo aire a una región degradada.
Al frente del museo, la escultura que sostiene las palabras “Ciudad Olímpica” es disputada por las familias que desean registrar sus selfies. A diferencia de la reacción provocada por la experiencia de Barcelona en 1992, que dio a las Olimpiadas el sello de evento transformador de ciudades, la exaltación parece estancarse en el escenario de la foto. Del otro lado del mapa, donde se encuentra el Parque Olímpico –que concentra 15 modalidades deportivas con equipamientos estimados en R$2.340 millones (US$590 millones), en la misma región de Vila dos Atletas (Villa de los Atletas), formada por 31 predios de departamentos con inversión de R$2.900 millones (US$732,3 millones)– el efecto de las construcciones aún es de desconfianza, pues se trata de un área nueva, cuya potencialidad dependerá del uso futuro de esos espacios, con iniciativas que estimulen la densificación urbana.
La misma relación binaria que divide los espacios relacionados con las Olimpiadas de Río también se repite en el tiempo. La ciudad que celebró la conquista de ser sede del evento en el 2009 –venciendo a Madrid, Tokio y Chicago–, lo que transformó a Brasil en el primer país sudamericano en recibir el mega evento deportivo, ya no es más la misma ciudad en 2016. Antes de la epidemia del virus del zika–que alarma a la comunidad internacional en cuanto al riesgo de salud de las comitivas de atletas–, el ánimo de los cariocas fue contaminado por la desaceleración de la economía de Brasil que, desde el año pasado, así como un globo aerostático, ve su condición de potencia desinflándose y desapareciendo en el horizonte, dejando al país en su peor recesión desde 1990, con la inflación y el desempleo en aumento.
El ajuste fiscal que llevó a la pérdida del grado de inversión y la nueva rebaja de la clasificación del riesgo soberano brasileño no se limita a la instancia federal. En el estado y en la ciudad de Río, las investigaciones de corrupción de Petrobras, sumadas a la caída del precio del petróleo, impactaron el ingreso por regalías y resultaron en el recorte de inversiones. El ajuste de caja también se reflejó en el Comité Río 2016, que este mes deberá decidir sobre los recortes que hará en el presupuesto del evento, que se deben negociar con el Comité Olímpico Internacional (COI), y que según lo divulgado en los medios locales, podrán alcanzar el 30% en algunos rubros. “No habrá problemas para la realización del evento. Pero será necesario medir las expectativas sobre él”, afirma el abogado Pedro Trengrouse, ex consultor de la ONU para la legislación deportiva, y coordinador de proyectos de la Fundación Getulio Vargas (FGV). Concluido el tiempo de bonanza de los commodities, que garantizó un enorme colchón de liquidez al país, la mirada ya no está puesta en el brillo del evento, sino en la relación costo-beneficio que, haciendo cálculos, este puede generar.
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En el actual punto del camino, esa es una cuenta que pocos intentan considerar. En 2014, la Federación de las Industrias de Río de Janeiro (Firjan) había realizado un levantamiento de 108 inversiones anunciadas para el periodo 2014-2016 en todo el estado, que sumaban R$235.600 millones (US$5.949 millones), potencialmente estimulados por los mega eventos deportivos, incluyendo un resquicio de la Copa del Mundo. De estas, las inversiones en equipamientos olímpicos e infraestructura de tecnología y seguridad representaban menos del 10% del total. Lo restante, según la federación, era capital productivo que venía atraído por las potencialidades de la región. Algo efectivamente positivo, si a fin de cuentas la parte referente a las Olimpiadas no tendiese a costar más de lo esperado y las inversiones productivas no estuviesen tan concentradas en el sector petrolero. De ese total levantado –que la propia Firjan hoy alerta que es necesario revisar–, 60% correspondía a la inversión en exploración y producción de petróleo y gas, ciertamente mucho más atraído por el yacimiento de Presal que por el oro de las medallas. Dentro de las inversiones anunciadas para la industria de transformación –entonces estimadas en R$40.500 millones (US$1.022 millones)–, el 80% se concentraba en petroquímica y construcción naval. Mauro Osório, coordinador del Observatorio de Estudios sobre Rio de la Universidad Federal de Rio de Janeiro (UFRJ), destaca que no es nuevo que la predominancia del petróleo cree falsos positivos en el desarrollo económico fluminense. “Entre 2003 y 2013, el rendimiento medio creció el doble de lo registrado en São Paulo, pero el número de personas ocupadas creció mucho menos que el promedio nacional. Esto sucede porque aquí el crecimiento de rendimientos está mucho más vinculado a los altos salarios pagados por el complejo de petróleo y gas. De hecho, Río es uno de los lugares en Brasil en donde la desigualdad cayó menos”, afirma.
Para Osório, eso no nubla, entretanto, todo el potencial que efectivamente hay en el estado y en la ciudad. “Teniendo en consideración que por lo menos en los próximos 20 años el petróleo todavía será hegemónico, tenemos que aprovechar su presencia, pero observando el ejemplo de Noruega más que de Venezuela, es decir, fortaleciendo la parte de la industria y de los servicios que pueden ganar escala y exportar”, precisa. “También tenemos un área de investigación en salud fuerte, dentro de un país que posee el sistema universal de salud que alimenta el mayor sistema de compras públicas del mundo, es decir, un campo grande a explorar”, agrega. “Y sacar ventaja de esas nuevas instalaciones deportivas para transformar Río de Janeiro en la capital latinoamericana del deporte, aprovechando toda la belleza plástica que la ciudad posee”.
Por mientras, la conquista carioca con las Olimpiadas se ha dado en generar puestos de trabajo –que, solamente el año pasado, cortó cerca de medio millón de plazas–, principalmente en el sector de construcción civil. De acuerdo con la Cámara Brasileña de Industria de la Construcción (CBIC), las obras para los Juegos Olímpicos envuelven 35 mil trabajadores, que corresponden al 30% del total empleado por el sector en la ciudad.
Frente a la crisis política y económica que el país enfrenta desde mediados del 2015, entretanto, es difícil de creer que algún ímpetu de optimismo sobreviva hasta allá. Un hecho que podría indicar tal diagnóstico es el de que, durante el año pasado, el comité organizador había conseguido seleccionar solamente 3.000 de los 12.000 voluntarios necesarios para las ceremonias de apertura y clausura, con lo que se vio obligado a invertir en una nueva campaña al inicio de este año. “Si al menos tuviésemos confianza en el entrenamiento de nuestros atletas para creer en una campaña excepcional de los brasileños en los juegos, pero ni siquiera con eso podemos contar”, afirma Trengrouse. “En cuanto a las obras de transporte y la descontaminación de la bahía de Guanabara, esos son proyectos presentes desde otros eventos. Lo que se termine no será por causa de las Olimpiadas en sí”, afirma.
El abogado resalta que Brasil necesita ver a las Olimpiadas como eventos que no pasan de ser grandes celebraciones, sobre todo ahora, que el país vive en un cuadro económico recesivo. “Es un error permanente pensar que la ciudad se coloca en la agenda de los juegos. También, decir que cualquier transformación es un legado, es un craso error, porque el COI no pone ningún dinero en esas obras, que en su gran totalidad son costeadas por recursos públicos, y tampoco paga impuestos en el país. Consecuentemente, no hay que hablar de legado olímpico porque quien está pagando la cuenta somos nosotros”.