Pasar al contenido principal

ES / EN

Esas aristocráticas mesas democráticas
Viernes, Mayo 15, 2015 - 08:55

¿Pagar por sentarse a comer a la misma mesa con gente que no conoces? Los restoranes con mesa comunitaria se imponen en EE.UU. y Europa, pero en América Latina la consigna es: juntos pero no revueltos.

La cosa empezó de a poco. Tomó impulso y creció sin que nadie se diera cuenta y, de repente, se ha convertido casi en un tsunami.

Esos democráticos restoranes con mesa compartida, en los que hay que pagar para sentarse con desconocidos, se han puesto tan de moda en Estados Unidos y los países ricos de Europa que hoy son la norma más que la excepción. Más del 80% de los nuevos restaurantes informales o semiformales que se abrieron en 2014 en EE.UU. tienen al menos una mesa compartida, según Chipman Design Architecture.

Los dueños de estos restaurantes dicen que la moda fue impulsada por la demanda. Que en Nueva York, Chicago o Los Ángeles, las tres ciudades de EE.UU. con mayor número de mesas compartidas, hay cada vez más gente que vive sola y come sola, y que esos clientes piden a gritos mesas comunitarias. No es casualidad que el portal de internet para quienes comen solos, www.solodining.com, tenga el mejor directorio de restaurantes con mesa compartida del país y que ponga en primer lugar a esas tres ciudades.

La moda puede haberse impuesto en los restaurantes trendy de Nueva York o Los Ángeles, pero su origen es mucho más modesto. Estudiantes y trabajadores comparten mesa en los comedores y cafeterías de la escuela, la universidad y la oficina. Y allí el primer objetivo de las mesas compartidas es económico: hacer entrar el mayor número posible de gente en el menor espacio posible. Lo mismo ha sucedido desde siempre en los restaurantes rurales: una o dos mesas grandes reciben al esporádico visitante.

La primera vez que vi restoranes con mesa compartida fue hace demasiado tiempo, en esa nostálgica película de Ettore Scola, Nos Habíamos Amado Tanto. Stefania Sandrelli y Vittorio Gassman se hacían hueco para sentarse entre mucha gente en una larga mesa donde todos comían tallarines en la empobrecida Roma de posguerra. En mi primer viaje a la capital italiana, 20 años después, aprendí el magnífico nombre de esos restaurantes: tavola calda, mesa caliente. Seguían siendo baratos y democráticos como en la película, para gente que no tenía dinero para mesa exclusiva o mantel largo.

Las mesas comunitarias de hoy tuvieron también origen proletario: comenzaron a brotar en Nueva York en 2008 y 2009, al comienzo de la última gran recesión estadounidense. Pero la necesidad de achicar espacios, y de hacer caber en ellos más gente, se combinó con la abundancia de neoyorquinos solteros y solos buscando hablar con desconocidos. Fue la tormenta perfecta. Las mesas comunes se convirtieron en moda y ya sabemos lo que pasa cuando algo se pone de moda en Nueva York. El boom ha sido global. Hay cada vez más restaurantes con mesas comunitarias en Houston y en Miami, en Londres, Roma, en Berlín y en una infinidad de etcéteras.

La moda ha llegado también a casi todas las capitales latinoamericanas. En São Paulo reina un restaurante de mesa compartida que ofrece cocina colombiana llamado Sabores de Mi Tierra. Dos de los más conocidos en Ciudad de México son La Fonda Margarita y El Jardín del Pulpo. En Santiago de Chile están Ruca Bar y Rendebú Underground. Y dos buenos representantes bogotanos son El Piqueteadero y El Chorote.

Pero en esta región no se ve el auge de mesas compartidas que hay en Estados Unidos o Europa. Quizá la tradición cultural de los países del norte sea más arraigadamente democrática o quizá sea mayor la soledad. El caso es que en América Latina la gente prefiere siempre rodearse de conocidos.

Tal vez por eso, en las ciudades de América Latina, las mesas compartidas funcionan en restaurantes más caros y exclusivos, donde el precio y la decoración ahuyentan a las masas y seducen a los happy few. En Buenos Aires --el mejor ejemplo--, es grito y plata la Casa Saltshaker, un restorán en el Barrio Norte que acepta a un máximo de 12 comensales por noche en una mesa común.

Escribir de comida me ha dado hambre y salgo a buscar almuerzo. Me detengo frente a Hillstone, un restorán con barra mesa comunitaria en el downtown Coral Gables. Entro a un espacio que se ve feliz, donde todos conversan con todos, donde todos se ven bien y parecen sentirse bien. Abro el menú, US$20 una ensaladita. Too much. Me levanto medio avergonzado y camino hacia el norte por Ponce de León. Veo un comedero japonés con mesa comunitaria que se ve más democrático. Entro, me siento a la mesa grande, pido almuerzo, me llega, empiezo a comer.

Media hora después sigo solo en la proletaria mesa común, mientras la aristocrática está que arde. Pero claro, pienso. Se me había olvidado que Miami está en América Latina.

[[wysiwyg_imageupload:5772:]]

Tallarines asados

Ingredientes

• 250 gramos de tallarines crudos, cortados en tres tercios.

• Un huevo.

• Media taza de leche.

• Media cucharadita de sal.

• Un cuarto de kilo de carne molida.

• Una cebolla picada.

• Un cuarto de taza de pimiento verde picado.

• Un pote (400 gramos) de salsa de spaghetti sin carne.

• Un tarro (250 gramos) de salsa de tomate.

• Dos tazas de queso mozzarella molido.

Preparación

Precaliente el horno a 350° mientras cocina los tallarines siguiendo las instrucciones del paquete. En

un recipiente hondo, bata el huevo con la leche y la sal. Cuele los tallarines y póngalos en el recipiente

con la mezcla de huevo, leche y sal. Vierta el contenido del recipiente en una fuente con mantequilla.

Cocine en una sartén honda, a medio fuego, la carne con la cebolla y el pimiento verde hasta que la

carne se vea cocida. Cuele la mezcla, regrésela a la sartén y vierta encima la salsa de spaghetti y la

salsa de tomate. Con una cuchara de madera, esparza la salsa para que cubra totalmente los tallarines.

Ponga la mezcla a asar durante 20 minutos. Espolvoréele el queso. Ponga la fuente en el horno unos

diez minutos más, hasta que el queso se haya derretido. Espere diez minutos antes de cortar y servir.

Alcanza para ocho personas.

Autores

Samuel Silva