Los obstáculos que deben sortear las importaciones en Argentina tienen en jaque al mercado de los libros. Mientras, los lectores buscan alternativas.
“No hay libros importados”, “mis encargos de Amazon no llegaron”, son algunas de las expresiones que circularon por las redes sociales en Argentina durante marzo. Parecía el fin de la industria del libro, al menos del libro importado.
Todo partió con una resolución del gobierno, que estableció el porcentaje máximo de plomo (0,06%) que las tintas debían tener en los libros, provocando la retención en aduanas de miles de ediciones.
Desde fines del año pasado, la Secretaría de Comercio Interior restringió no sólo a los libros, sino a las importaciones en general, por el imperativo del gobierno de conseguir dólares o evitar su fuga. Esta urgencia se comprende porque este año Argentina tiene vencimientos de deuda pública por US$14.300 millones. “Se ha dado una suma de medidas ‘heterodoxas’, como controles cambiarios y comerciales, a lo que se agrega la intervención sobre la producción de petróleo y gas”, comenta Nicolás Tereschuk, politólogo y editor del blog artepolitica.com.
Como si fuera poco, cualquier producto gráfico (libro, revista, panfleto) ya no podía recibirse por correo, sino que debía ser retirado en el Sector Cargas del Aeropuerto de Ezeiza, Buenos Aires. Esto previo pago de una suma de US$ 60 más IVA por costos de almacenaje y manipuleo. La última medida fue revertida y sólo quedó la del plomo.
Sumando a los problemas que presentaron los envíos couriers para hacer efectivos los encargos de Amazon u otras tiendas virtuales, se habló del final del gran negocio del libro en Argentina. Y surgió además el temor al desabastecimiento, ya que textos de estudio, por ejemplo, comenzaron a quedar sin stock.
Libro y patria. En el país se habla derechamente de proteccionismo, como explica el economista Lucas Llach, autor del blog La Ciencia Maldita en el diario argentino La Nación. “Más allá del valor simbólico y cultural de los libros, esto forma parte de la estrategia general del gobierno de ahorrar dólares cortando las importaciones”, comenta Llach.
Este proteccionismo de la presidencia de Cristina Fernánez tuvo su momento más tenso y simbólico con la expropiación de YPF a mediados de abril. Los libros moverán menos dinero, pero son un tema especialmente sensible en Argentina, ya que se trata de un país históricamente con altos niveles de lectura. Según Llach, la consecuencia de estas medidas es que “se encarece lo importado y, aunque se genera algún nivel de producción sustitutiva, suben los precios”.
Pero en Argentina hay dos versiones para todo. El apoyo más relevante a estas medidas no vino de economistas ni de sectores políticos, sino de la Cámara Argentina del Libro (CAL) y la Federación Argentina de Industria Gráfica y Afines (FAIGA). Ambas esperan que resurjan las ediciones locales.
“En 2011 tuvimos un desbalance de 78%, unos US$ 125 millones en contra”, dice Juan Carlos Sacco, vicepresidente de FAIGA. “La Argentina era el principal productor de libros de habla hispana y dejó de serlo”.
Tanto Juan Carlos Sacco como Isaac Rubinzal, presidente de la Cámara Argentina del Libro (CAL), aseguran que no existen problemas con las importaciones de los libros. “Desde octubre de 2011 nosotros tenemos un contrato firmado entre 105 socios que intervienen en la importación y la Secretaría de Comercio Interior. Ahí se estableció un mecanismo de compensación entre todos”, comenta Rubinzal.
Esto quiere decir que, por cada dólar importado en libros, la CAL está obligada a exportar otro dólar. Rubinzal justifica esta política por una situación internacional nueva “a la que hay que adaptarse y en donde los países cuidan su equilibrio comercial”. Para el dirigente, el acuerdo y la importación de libros funcionan. Sobre las quejas respecto a las medidas estatales aclara que tuvieron mucho impacto mediático y escasa significación económica.
Quienes sí enfrentan trabas son las editoriales que están fuera de la Cámara Argentina del Libro. Mariano Roca, gerente de Tusquets Argentina, prefirió no referirse al tema. Por otra parte, en Riverside Agency, la distribuidora que importa y representa a sellos como Anagrama, Blume, Taschen, y que tampoco está asociada a la CAL, dicen que el tema es delicado. Admiten que están complicados porque aunque no está prohibida legalmente la importación, las trabas son tales que impacientan mucho, sobre todo al lector. “Hoy”, aseguran en Riverside, “estamos trabajando con normalidad, haciendo pedidos, pero no sabemos lo que va a pasar a futuro”.
Trabas y oportunidades. Los detractores afirman que cada día aparece una nueva traba. Por ejemplo, a comienzos de abril se agregó la obligación de tomar una foto al interior del container donde vienen los libros, para cotejar si lo declarado en papel es lo mismo que se importa. En Riverside Agency aducen que esto retrasa el ingreso de las novedades.
El turismo literario en Buenos Aires se caracterizó por adquirir las primicias de Europa. Ahora, con estas medidas las librerías de la capital no están en condiciones de ofrecer esas novedades, no porque los libros no estén en Argentina, sino porque están en la Aduana, en pleno trámite. El panorama actual es incierto. Mientras algunas distribuidoras de libros acusan una “burocratización del trabajo”, otras se adaptan y buscan oportunidades.
Cuando para algunos hay trabas, para otros surgen oportunidades. A finales de 2011 el Grupo Clarín, a través de su subsidiaria Artes Gráficas Rioplatenses (AGR), adquirió el 65,46% del capital social de una de las tres cadenas de librerías más importantes del mercado argentino, Cúspide Libros.
Ahora queda la interrogante sobre cómo el mercado doméstico será afectado por las nuevas reglas. En las redes sociales siguen el debate y las quejas. Y, por otra parte, está el camino despejado para el mercado del libro electrónico, algo que probablemente no estaba en los planes originales del gobierno.