Estados Unidos, el mayor mercado de consumo de la droga latinoamericana, avanza silenciosamente hacia la legalización. El problema es que América Latina aún no se da por aludida.
La peruana Dora Guevara lleva 10 años trabajando en el Centro Juvenil Latinoamericano (LAYC, por sus siglas en inglés), una organización sin fines de lucro de Washington DC que da apoyo a jóvenes con problemas de alcohol y uso de drogas ilícitas. “La más usada es la marihuana, seguida de cocaína”, dice Guevara, quien está expuesta a una de las zonas con mayor abuso de drogas ilícitas en el país, según un informe reciente de la Administración de Servicios de Salud Mental y Abuso de Sustancias “Muchos de los jóvenes que llegan acá son inmigrantes o hijos de inmigrantes que trabajan dos turnos en empleos de baja calificación. O son afroamericanos de situación económica baja”, agrega.
Pese a sus altos índices de adicción, los consumidores de drogas de Washington son unos privilegiados en comparación a los de otros estados. En Washington DC los jueces dejaron de penalizar con cárcel la posesión de pequeñas cantidades de drogas. Les obligan, en cambio, a entrar en programas sociales como los que ofrece el LAYC, y programas de rehabilitación pagados por los seguros médicos.
Ya son más de 20 los estados de EE.UU., además de DC, que legalizaron la marihuana médica o que han dejado de encarcelar a quienes son sorprendidos consumiendo (o en posesión de pequeñas dosis de drogas) y que se han abierto políticas de rehabilitación financiadas por las compañías de seguros. Otros estados están en los trámites para sumarse. “No lo dicen, pero EE.UU. está legalizando las drogas”, dice César Gaviria, ex presidente de Colombia y ex secretario general de la OEA, y quien se ha transformado en uno de los principales críticos de las políticas tradicionales de la lucha contra las drogas. “Se trata de una legalización por la puerta de atrás”.
Este escenario, que incluye la aceptación del uso médico de la marihuana, es muy distinto al de los últimos 40 años, caracterizado por una política represiva. Así el principal mercado de destino para la droga producida en América Latina está teniendo una profunda transformación, que sigue a la que han tenido los grandes mercados de consumidores en Europa. El problema es que América Latina no está considerando el impacto que esto tendrá en su propia institucionalidad.
Para entender lo que está sucediendo en EE.UU. en materia de drogas hay que ir a sus cárceles. Es el país con mayor población carcelaria del planeta, con 743 adultos encarcelados por cada 100.000 habitantes. Según el FBI, en 1980 Estados Unidos metió 580.000 personas a la cárcel por temas relacionados con las drogas. En 1990 la cifra llegaba a 1,1 millón, en una tendencia alcista que siguió durante la primera década del siglo XXI: entre 2001 y 2010, EE.UU. encarceló a 1,7 millón de personas al año por drogas. La mitad de ellas por marihuana. La novedad es que desde 2008 por primera vez la tendencia va a la baja (ver cuadro en página 26).
“Meter a la cárcel a un muchacho durante cinco años por consumir marihuana por segunda vez, tal como sucede en gran parte de los estados de EE.UU., significa gastarse casi medio millón de dólares en costos carcelarios y judiciales”, dice el colombiano Gaviria. “El problema es que el 60% de los encarcelados fuma marihuana”.
En otras palabras, encarcelar a una persona por consumir drogas sólo incrementa la posibilidad de que siga consumiendo. Dado que el costo promedio por mantener a un encarcelado bordea los US$ 25.000 al año, la cuenta no les está cuadrando a muchas autoridades locales que ven la necesidad de reducir todo tipo de costos en medio de la crisis económica que afecta al país y especialmente a sus gobiernos estatales.
No se trata sólo de ahorrar. En un país en que tres de sus presidentes han reconocido haber fumado marihuana alguna vez en su vida –Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama–, la necesidad por encontrar políticas más realistas que sintonicen con el reconocimiento social que tienen las drogas, especialmente la marihuana, ha encontrado acogida en líderes globales de todos los signos políticos. Gaviria, de hecho, escribió una propuesta para cambiar la estrategia contra las drogas en febrero de 2009 en conjunto con los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso, de Brasil, y Ernesto Zedillo, de México. Otros muchos líderes globles se les han sumado, aunque se trata principalmente de importantes políticos que han dejado sus cargos formales de decisión. Pero cambiar la estrategia contra las drogas no ha ganado elecciones ni en Estados Unidos ni en América Latina. Incluso un referendo sobre el tema realizado a fines de 2010 en California, rechazó por un estrecho margen la legalización del consumo de la marihuana en el mayor estado de EE.UU.
Narcoretail. No obstante, EE.UU. no ha esperado el respaldo electoral para promover su más importante cambio en políticas antidrogas desde que en 1914 prohibió la potestad de los médicos para recetar sustancias narcóticas como opio, morfina y cocaína. Desde entonces, todas las leyes relacionadas al tema han buscado prohibir y penalizar tanto la distribución como el uso recreativo o consumo adictivo de distintas sustancias.
La guerra contra las drogas como tal nació en 1970, un año después que medio millón de jóvenes se reuniera en Woodstock para una fiesta de “música, paz y amor”; Richard Nixon logró que el Congreso aprobara la Ley de Sustancias Controladas. Dos años después se creó la DEA y nació la figura de un “Zar Antidrogas”. En ese momento la situación era simple: se traía marihuana desde Jamaica, Colombia y México. Luego creció la demanda por cocaína que se producía en Bolivia. Los colombianos, gracias a su posición estratégica y su alta capacidad de organización, tomaron el negocio: contactaron a productores de coca en Perú y Bolivia, empezaron a producir cocaína en Colombia y la exportaron a EE.UU. por distintas vías.
En los años 90 el Plan Dignidad, promovido por el presidente Hugo Banzer y financiado por el gobierno de EE.UU., así como la llegada de Fujimori en Perú, complicaron las cosas para los colombianos. La solución fue producir la hoja de coca en la misma Colombia. Para ello, se asociaron con las guerrillas ideológicas como las FARC, las que dominaban las zonas en donde el clima permitía el cultivo. “Ése fue un momento central que definió la política internacional de Estados Unidos”, dice Manuel Rocha, ex diplomático estadounidense, quien trabajó durante muchos años en temas de alta relevancia para la relación entre su país con América Latina. “Es cuando surge el concepto del ‘narcoguerrilla’ acuñado por el general Barry McCaffrey y que es lo que moviliza a Estados Unidos a intervenir en Colombia”. Pese a que Colombia había solicitado anteriormente el respaldo de la potencia del norte para enfrentar a sus guerrillas, el costo político de repetir un nuevo Vietnam lo disuadió de colaborar. Pero el tema del narcotráfico daba una línea de argumentación nueva. “Luego del fin de la guerra fría, el tema del narcotráfico era la principal amenaza a la seguridad de Estados Unidos”, dice un funcionario de la Secretaría de Estado de EE.UU. quien pide no revelar su nombre. “Eran los años en que el funcionario principal de la DEA tenía un lugar fijo en el situation room”, como se conoce a la sala de la Casa Blanca donde se manejan los temas más sensibles por parte del gobierno de Estados Unidos a la seguridad del país.
El Plan Colombia fue la principal pieza internacional de la política contra las drogas de EE.UU. Pero mientras en los valles andinos EE.UU. financiaba la erradicación de cultivos, el derribo de avionetas y el creciente involucramiento de las fuerzas armadas locales, en casa arreciaba la represión contra los consumidores y las redes de distribución domésticas. En 1984 el gobierno de Ronald Reagan aprobó la Ley de Reforma de Sentencias, que endureció las penas contra una serie de delitos. Los ministros de justicia se encargaron de hacerlas particularmente duras en los casos de drogas.
Pero después de 40 años de guerra, la meta de hacer desaparecer el tráfico no se ha cumplido. Un estudio elaborado por el Centro Nacional de Inteligencia sobre Drogas (NDIC, por sus siglas en inglés) concluyó que en EE.UU. un total aproximado de 1 millón de personas pertenece a alguna de las 20.000 pandillas de narcos activas a nivel barrial, regional o nacional. Éstas son los principales distribuidores mayoristas y minoristas de drogas ilícitas dentro de EE.UU. Muchas atraviesan ilegalmente la frontera mexicana para obtener las sustancias por parte de los carteles mexicanos.
Entre los traficantes de drogas en EE.UU. se pueden diferenciar las pandillas callejeras y las carcelarias. En la primera categoría se encuentran, por ejemplo, la 18th Street, originada en Los Ángeles y compuesta por mexicanos y centroamericanos. En la misma zona está también Crips, de los afroamericanos, y la de los Asian Boyz. Mexicanos y puertorriqueños del área de Chicago formaron La Nación de los Todopoderosos Rey y Reina Latinos (ALKQN, por sus siglas en inglés), mientras que los salvadoreños se agruparon en la más joven y temida Mara Salvatrucha. No obstante, el problema mayor está –una vez más– en las cárceles, donde se están incubando las pandillas que más impacto están teniendo entre los consumidores tanto dentro de los recintos penitenciarios como fuera de ellos. La Hermandad Aria, Barrio Azteca, Black Guerrilla Family o La Ñeta son, según el informe de la NDIC, “redes criminales altamente estructuradas” que controlan la distribución de drogas al interior del sistema carcelario y ejercen control e influencia sobre las pandillas callejeras. En otras palabras, son sus maestros.
La guerra doméstica por obstruir el tráfico no ha impedido el surgimiento de las pandillas en gran parte del país ni han tenido un efecto directo en las tasas de consumo. Los esfuerzos internacionales por controlar la fuente de abastecimiento tampoco son más felices. “El Plan Colombia fue un gran éxito en recuperar la seguridad, pero los flujos de droga no han disminuido significativamente”, dice Gaviria. “El Plan Mérida en México o el de Centroamérica tampoco van a tener efecto en disminuir el tráfico”.
En EE.UU. la distribución de la droga es un negocio minorista, mientras que la fabricación de la droga y su distribución internacional, que es lo que se realiza en América Latina, son propios de organizaciones que requieren escalas mayores. Eso queda en evidencia al analizar las actividades que los distintos tipos de organizaciones utilizan para blanquear el dinero. Mientras los grandes carteles de la droga de Colombia y México usan paraísos fiscales caribeños para blanquear sus dineros, las pandillas estadounidenses utilizan tiendas de vestuario, salones de peluquería y pequeños sellos de grabación y producción musical para el blanqueo. Algunas pandillas incurren además en sofisticados esquemas de fraude inmobiliario para realizar inversiones en bienes raíces, operaciones que se facilitaron durante los años de la burbuja subprime.
Los problemas institucionales que generan son también a distinta escala. En Estados Unidos ya hay evidencia de que las narcopandillas han logrado permear las Fuerzas Armadas, con lo que pueden moverse con facilidad dentro y fuera del país. “Se trata de una seria amenaza a la ley debido a las competencias que adquieren y su disposición a enseñárselas a otros miembros de pandillas”, señala el informe de la NDIC. En América Latina, en cambio, los narcotraficantes han permeado muchas instituciones de gobiernos. Algunos países de Centroamérica arriesgan incluso de convertirse en Estados fallidos debido a la fuerza con que el narcotráfico ha erosionado sus principales instituciones políticas.
Nuevo trato. La descriminalización de la droga en EE.UU. comenzó justamente en California en 1996, cuando se aprobó por primera vez el uso médico de la marihuana. Desde entonces ha ido avanzando a través de medidas aisladas y a nivel estatal o local, por lo que se hace difícil hacerle un seguimiento. “Los responsables de las políticas federales no entienden bien cuántos ni cuáles son los Estados que han rebajado las penas asociadas con posesión de marihuana, eliminando el encarcelamiento sin adoptar explícitamente la descriminalización”, dice Rosalie Liccardo Pacula, codirectora del centro de estudios de políticas de drogas de RAND, el prestigioso think tank estadounidense. Para muchas ciudades, como San Francisco o Seattle, por ejemplo, la marihuana ha pasado a ser la última de sus prioridades policiales.
No todos están de acuerdo con este tipo de decisiones. “La legalización de la marihuana, indistintamente de cómo comience, será a costa de nuestros hijos y de la seguridad pública”, se lee en un informe de enero de 2011 titulado La Posiciónde la DEA respecto de la marihuana, de enero de 2011. “Creará dependencia y problemas de tratamiento y abrirá la puerta para el uso de otras drogas, perjuicios a la salud, comportamiento delictivo y conductores drogados”.
Según el organismo, la campaña para legitimar la llamada “marihuana legal” se basa en dos falacias: que la ciencia ve la marihuana como medicina y que la DEA reprime a las personas enfermas y moribundas que la utilizan.
No obstante, la posición de la DEA está objetivamente en declive. Desde que en 2001 el terrorismo de origen islámico reemplazó al narcotráfico como principal amenaza al país, el zar antidroga ya no tiene un asiento en el situation room. Si bien los compromisos con los distintos esfuerzos latinoamericanos para atacar a los carteles se mantienen, los presupuestos no son los de antes: el Plan Colombia tuvo un costo de US$ 6.000 millones para el contribuyente estadounidense; el Plan Mérida para México sólo obtuvo US$ 1.500 millones. Para el plan de seguridad aprobado en Centroamérica se prometieron donaciones por US$ 2.000 millones, pero sólo se han concretado US$ 350 millones.
A nivel doméstico también hay señales. Eric Holder, el ministro de justicia de EE.UU. (Attorney General, como se conoce su cargo en inglés), no ha impugnado las decisiones de los estados que han despenalizado, como sí lo hiceron sus predecesores. Además, no son pocos los que esperan que Holder revierta paulatinamente durante su gestión la política de penas duras contra el consumo y microtráfico de drogas, tal como fue instaurado en los tiempos de Reagan. “Las políticas contra las drogas son gran parte de las responsables de la enorme proporción de negros que están en las cárceles de Estados Unidos”, dice una fuente del Departamento de Estado quien pidió no revelar su nombre. “Para Holder, un afroamericano, el tema racial es importante”.
¿Servirá para acabar con el círculo vicioso de la prisión y las pandillas? Para Liccardo Pacula, la ecuación es más compleja de lo que sostienen los liberales. “No estoy convencida de que sepamos con certeza si una política alternativa a la criminalización es económicamente mejor”, dice aduciendo temas como la elasticidad de precios de las drogas ilícitas, el costo económico de la regulación y de suministrar tratamiento médico a los adictos.
El Cato Institute, el conservador think tank basado en Washington, en cambio, tiene una respuesta más clara al analizar el caso de Portugal, donde en 2001 se descriminalizó todo tipo de drogas, incluyendo la cocaína y otras drogas duras. “Los datos muestran que a juzgar de cualquier métrica ha sido un rotundo éxito, un caso que debiera guiar los debates de políticas sobre drogas en todo el mundo”, escribe Glen Greenwald, autor asociado al Cato.Como dice Gaviria, descriminalizar no implica legalizar. “Se trata de cambiar el foco del castigo penal a uno que tenga que ver con salud pública; consiste en considerar las drogas como sustancias que hacen daño y que requieren regular su producción, su distribución, su consumo”, dice Gaviria. “El caso de Portugal demuestra que cuando cambias el foco del crimen a un tema de salud se abren muchas alternativas de acción”.
No es un tema novedoso. En Europa la gran totalidad de los países dejaron de penalizar con cárcel a quienes consumen algún tipo de drogas. Sólo Suecia lo sigue haciendo. De hecho, para quienes conocen la lógica estadounidense en materia internacional, señalan que el interés en el narcotráfico latinoamericano va a ir bajando de relevancia a medida que éste encuentre nuevos mercados a los que llevar su droga. “A Estados Unidos sólo le preocupa el narcotráfico que afecta a Estados Unidos”, dice Manuel Rocha.
Hoy España es uno de los principales destinos de la droga fabricada en América Latina. Además, los narcotraficantes están encontrando un robusto mercado doméstico dentro de la misma región, tal como sucede en Brasil, Argentina y Chile con la cocaína fabricada en Bolivia. “Lo que está generando mayor inseguridad y violencia es el consumo doméstico de drogas”, dice Gaviria.
Y la alternativa penal sigue siendo la preferida. En Brasil se criminaliza tanto el consumo como el tráfico, pero según la ex jueza María Lúcia Karam, “se condena en función de la condición socioeconómica del reo”. En Chile la posesión de pequeñas cantidades de droga hace presumir la intención de comercializarla, aunque en 2008 un Tribunal acogió privilegiar la presunción de inocencia en un caso que involucraba al hijo de una diputada conservadora. Tanto Chile como Brasil comparten el honor de seguir los pasos de EE.UU. en cuanto a saturación carcelaria. Argentina, en cambio, optó por la vía liberal desde que la Corte Suprema dictaminó en 2009 la inconstitucionalidad de detener personas por tenencias mínimas de marihuana.
Sin embargo, cualquier cambio más sustancial debiera provenir de una coordinación regional. “Es necesario que una organización como Unasur o un grupo de países organizado promueva una visión alternativa, tal como se dio en Europa”, dice Manuel Rocha.
Hasta el momento pocos países se han atrevido. Sin embargo, la gran paradoja es que EE.UU., el gran prohibicionista, ha cambiado su estrategia sin avisarle a nadie.