Antes de partir a Medellín fue inevitable tener la sensación de haber cambiado el oficio de periodista económico al de corresponsal de guerra. Después de todo, a la ciudad colombiana le cuelga un cartel de peligro similar al de Kabul, Jartum o Belgrado, cada cual en su momento, un infierno de balas y muertes. Claro, uno sabe que las cosas cambian, pero cuánto es una pregunta que inquieta.
Hace menos de 20 años en Medellín el fuego cruzado procedía sin cuartel de al menos ocho fuerzas desbandadas, todas unas contra otras, dependiendo del momento: las FARC, el ELN, los paramilitares, el Cartel de Medellín, el Cartel de Cali, bandas medianas de narcotraficantes, y –a más remate– un Ejército y Policía para nada confiables.
Un cóctel de violencia intensa que llevó a los medellinenses a aprender a convivir con un inquietante desprecio por la vida humana. Quizá sea un solo apellido el que resuma ese estremecimiento: Escobar, el cual no sólo remite a Pablo, el más tristemente célebre de los paisas, sino también a Andrés, el gran defensa de la selección colombiana de fútbol, asesinado por hacer un autogol en el Mundial de 1994.
Hoy la ciudad respira otros aires y piensa en su progreso. De hecho fui a cubrir un evento de clústers productivos, y en mi visita ninguna de las historias de terror estuvo ni cerca de emerger. Al revés, Medellín se esfuerza por mostrarse como lo que también es: una pujante y rica urbe que pretende integrarse a la economía global, sacando lustre a sus talentos y bregando para superar sus hándicaps. En base a un saludable consenso, las fuerzas políticas y sociales de la ciudad están aunando seguridad (a veces agobiante: por ejemplo, cada entrada de edificio parece aeropuerto) con desarrollo social, en el entendido de que la violencia se ha nutrido de un caldo nefasto de pobreza y desesperanza.
Un consenso que concita orgullo. Altos políticos y empresarios con quienes me entrevisté dicen que Medellín es otro, que ha cambiado, y hablan y hablan al respecto, más buscando exorcizar años difíciles que convencer a un periodista para que convenza a otros de que hay que visitarlos sin temor.
Cuando estas conversaciones se daban, yo sacaba a relucir una vieja historia de Catalina II de Rusia, una zarina que cuando quiso conocer el campo de su país, la burocracia real recreó aldeas idealizadas –las aldeas Potemkin– a través de escenografías que tapaban la miseria de los campesinos, con tal de engañar a la soberana.
Si Medellín es o no una suerte de aldea Potemkin, depende de que este aire fresco de consenso y paz no se convierta en una mascarada creada por la ilusión de lograr crear un foja cero, olvidando un pasado demasiado cercano como para perder de vista lo inadmisible de la violencia y su origen: que no sólo se encuentra en la injusticia social, sino también en la injusticia judicial, que alimenta la venganza y que no está tan presente en las conversaciones.
Un buen ejemplo es Francisco, un taxista con suficiente edad para haber visto y comprendido la historia reciente de su ciudad. Décadas atrás, cuando fue despedido de Empresas Públicas de Medellín, se vio expuesto a los riesgos de la calle. Fue víctima de un violento asalto en el que su agresor tiró a matar, llevándose uno de sus riñones. Poco después se le veía como si nada arriba de la misma moto desde la que le disparó. En otras ocasiones, hombres grises le hicieron tentadoras ofertas económicas, las que agradece haber rechazado: guardia en un centro de procesamiento de cocaína de Pablo Escobar y un grado militar en las FARC. Hoy él cuenta la historia, mientras que el resto de los personajes están muertos.