Tras la construcción del Gran Telescopio Milimétrico, México aspira a recuperar el terreno perdido en ciencia y tecnología y de paso sumarse al esfuerzo chileno por generar un cluster astronómico.
En 1987 México tocó fondo en materia científica. Ni siquiera había dinero para comprar revistas especializadas, menos para realizar investigación, recuerda el doctor Alfonso Serrano Pérez Grovas. De la crisis emergieron propuestas de los centros de investigación para ayudar al desarrollo del país. Uno de ellos fue el Gran Telescopio Milimétrico (GMT, por sus siglas en inglés), el más poderoso de su tipo en todo el mundo.
En aquel 1987 Serrano le reclamó a un funcionario que para el gobierno la ciencia no era una prioridad. “Me contesto que sí lo era, que éramos la prioridad 587”, recuerda el astrofísico.
Esta visión de la clase política poco ha cambiado. De hecho, México es el país de la OCDE que menos invierte en investigación y desarrollo, con menos del 0,5% del PIB, mientras que Israel –el que más invierte– llega casi al 5% (la media es 2,3%).
A pesar de ello, en 1994 Serrano y su equipo consiguieron algo de dinero para iniciar el proyecto GMT en alianza con la Universidad de Massachusetts (UMASS), que en 1980 había construido en Quabbin (EE.UU.) un telescopio milimétrico de 14 metros, y asumió el 30% de los costos de la construcción del proyecto mexicano. Sin embargo, en un análisis hecho por la Auditoría Superior de la Federación, queda constancia de que, en promedio, cada año de los 12 que tomó la construcción del telescopio, el consorcio recibió sólo el 28% del presupuesto solicitado al Estado mexicano. Esto provocó retrasos y un incremento de costos, pero aun así el proyecto costó US$ 115 millones, cifra muy por debajo de otros similares.
El GMT se convirtió así en el mayor proyecto científico que haya realizado México hasta el momento. Fue construido en el volcán Tliltépetl, en el estado de Puebla, a 4.580 metros sobre el nivel del mar. Su antena mide 50 metros (la mitad de una cancha de fútbol) y la perfección de su superficie no admite errores más grandes que la décima parte de un milímetro. Toda una obra de ingeniería capaz de fotografiar lo que sucede a 13.400 millones de años luz. Para ilustrar esto, considere que en un segundo la luz recorre 300.000 kilómetros, la distancia promedio de un auto luego de 10 años de funcionamiento.
El GMT es 180 veces más poderoso que cualquier otro telescopio que esté operando actualmente en el mundo. Sólo será superado en siete años más, cuando entre en funcionamiento, en el norte de Chile, el Sistema Radiotelescopio de Atacama (Atacama Large Millimiter Array-ALMA), un proyecto de aproximadamente US$ 2.000 millones, financiado por Estados Unidos, Europa y Japón.
Al inicio del proyecto se encargó a la consultora estadounidense Panamerican Development Technologies un plan estratégico. Se invitó al ingeniero Gilberto Borja, presidente de ICA (la principal constructora del país), para establecer un comité encargado de evaluar la participación de proveedores mexicanos en la construcción. El comité concluyó que las empresas locales estaban en condiciones de participar en un 25% de las obras, pero el porcentaje terminó en 85%.
Al decir de Leticia Vázquez Marrufo, directora ejecutiva de la Asociación Mexicana de Directivos de la Investigación Aplicada y el Desarrollo Tecnológico (ADIAT), “la astronomía detona conocimiento porque requiere construir sus herramientas de observación”.
ELEVANDO LA MIRA
La exitosa construcción del GMT ha dado pie a nuevas ambiciones. En abril de 2010 el Congreso aprobó la formación de la Agencia Espacial Mexicana (AEM), cuya junta de gobierno aglutina a los rectores de las dos principales universidades públicas del país y a buena parte de las secretarías de Estado, incluyendo al ejército y la marina. Atrás quedaron los tiempos en que la ciencia era la prioridad 587.
Diversos investigadores y promotores de la AEM sostienen que el objetivo principal de la agencia no es colocar a un hombre en el espacio, sino generar una infraestructura satelital propia, tanto de seguridad como de beneficio social. Según Raúl Vallejo Lara, secretario técnico de la AEM y encargado de los procesos para su conformación, los satélites construidos y puestos en órbita por la agencia servirán a industrias como la pesquera para localizar cardúmenes, o a la marina en la defensa de los litorales; de igual manera ayudarán a detectar incendios forestales, controlar plagas, frenar la deforestación de los manglares e incluso la detección oportuna de derrames de petróleo. “La agencia va a ayudar a que los plazos de maduración de esos proyectos se puedan acortar”, dice Vallejo.
La naciente industria aeroespacial mexicana cuenta con un clúster en el estado de Querétaro, cuya empresa ancla es la canadiense Bombardier, que tiene programada una inversión de US$ 450 millones entre 2005 y 2014. Para proveer de especialistas se creó la Universidad Nacional Aeronáutica de Querétaro (UNAQ), mientras que las Universidades Autónoma de Nuevo León y Veracruzana ya tienen programas específicos en el área.
Otra empresa interesada en el desarrollo de la AEM es la estadounidense Honeywell, uno de los gigantes de la industria de sistemas aeroespaciales, que cuenta con un centro de diseño en el norte de México en el que trabajan 200 ingenieros.
La apuesta es el derrame, o spillover, lo que ocurre con los telescopios chilenos y con el GMT, cuyos proveedores mexicanos, al adquirir nuevas habilidades, pudieron acceder a contratos de mayor calidad.
El montaje del espejo, un trabajo de precisión milimétrica, es un ejemplo: una empresa extranjera cobraba por ello US$ 4 millones. La mexicana ESEASA ganó el contrato por una cifra significativamente menor. Hoy le llueven los contratos.
“Se calcula que las 200 empresas que participaron, hoy son 15% más rentables”, dice el doctor Serrano.