Mejorar la salud de los Congresos de Latinoamérica denostados por corruptos, ineficientes, débiles y golpistas puede ser vital para el futuro de la democracia. Y es más simple de lo que creemos.
Los arqueólogos del futuro con seguridad disputarán sobre si se trató de una ofrenda ceremonial para calmar a alguna deidad, un gesto simbólico que quería reafirmar el poder de una casta o un ejemplo más de la respuesta humana universal frente a los problemas: barrer la basura debajo de la alfombra. De lo que no hay duda es que los 5.000 expedientes de créditos inmobiliarios peruanos del Banco de Materiales, enterrados en un relleno sanitario de Lima, les dirán bastante del mundo actual. Con paciencia e hilando fino, podrían incluso conectarlos con una realidad que va más allá del Perú, e incluye a toda Latinoamérica: cómo una era de prosperidad general ocultó las disfunciones de la forma de gobierno caracterizada por presidencias demasiado fuertes y Congresos, en general, tan impopulares como ineficaces. Ello en un contexto en que los partidos vieron drenadas sus funciones, y la captación de nuevos militantes, por parte de los movimientos sociales. Y la fantasía de refundaciones constitucionales dificultó el perfeccionamiento de las instituciones por medio de cambios prácticos.
¿Popular? Jamás
Antes que todo, es importante señalar que sólo en las películas de Hollywood (y no demasiadas veces) los parlamentarios son héroes o, por lo menos, queridos. “En las democracias una de las instituciones con menos aprobación pública, en cualquier país, es el Parlamento o Congreso”, recuerda Aníbal Pérez-Liñán, profesor asociado de Ciencias Políticas en la Universidad de Notre Dame, en Pittsburgh.
En Chile, por ejemplo, el Senado y la Cámara de Diputados marcaron un rechazo histórico por parte de la ciudadanía durante agosto. En el primer caso, el rechazo a su labor llegó a 77%, mientras que hacia la Cámara Baja la desaprobación es de 78%, según la encuesta Adimark. Y en confiabilidad el Congreso se encuentra entre las instituciones peor evaluadas, según el sondeo de la Universidad Diego Portales publicado en septiembre.
¿Por qué? “Ocurre por el diseño mismo del Parlamento, que es el espacio público donde los políticos hablan: la gente los ve hablar, pero no actuar”. Esto “genera que los Congresos sean instituciones poco populares, incapaces de capturar la popularidad que un presidente pierde si es impopular”.
En Buenos Aires, Juan Toklatián, académico de la Universidad Torcuato Di Tella y creador del concepto de ‘neogolpismo’ latinoamericano, también pone paños fríos sobre el tema: “Mirar un Parlamento específico sin discriminar sus aspectos únicos de operatividad legislativa, representación territorial y sistema electoral no es útil”. Agrega que, en general, lo que se puede decir es que “si es un triángulo virtuoso, el Parlamento va a funcionar. Aquel en que uno o dos de esos ejes sean viciosos no va a andar”. Dicho eso, el experto coincide con Pérez-Liñán en que los Congresos tienden a ser impopulares, pero observa que se trata de un proceso que se agrava a nivel mundial. Una de las claves de tal fenómeno en nuestra región puede estar –hipotetiza– en que esto ocurre “en un contexto de una alta personalización de la política presidencial, unido a un debilitamiento fenomenal, demasiado raudo, de los partidos en la mayoría de los países de la región”.
Hiperpresidentes
Sucede que, irónicamente, los años de vacas gordas están “malacostumbrando” a los ciudadanos. Queremos y esperamos que los presidentes estén en el centro de la acción todo el tiempo. Los mandatarios son alabados, responsabilizados y atacados por lo que ocurre, desde la macroeconomía hasta temas sociales que llevan décadas o siglos. No son inocentes. Es que, según Pérez-Liñán, con las arcas estatales provistas de recursos, la tentación del activismo resulta irresistible.
Para Heriberto Muraro, de la encuestadora Muraro y Asociados, sociólogo, asesor de legisladores, gobernadores y presidentes de la región, la culpa no es sólo de la riqueza que fluye y la megalomanía esperable. “En Ecuador y Venezuela vemos gobiernos nacidos de procesos cuasi revolucionarios” en los cuales los Congresos se debilitan naturalmente, explica.
Y el camino para arribar al nuevo equilibrio de fuerzas posee un escollo que ya está ahí: los hiperpresidentes. “Lo que ocurre con este hiperpresidencialismo –describe Pérez-Liñán, quien se especializa en política comparada a nivel de Latinoamérica–, cuando los presidentes son exitosos, es que en el corto plazo se tiende a aniquilar a los partidos de oposición”. En el pasado esto habría significado tomar medidas autoritarias. Hoy el camino es menos vistoso: “Se genera la idea de que no hay oposición. Puede ser así en algún caso, pero afirmarlo es parte de una estrategia del Ejecutivo”. No se trata de una mera finta discursiva, porque “el presidente, en este modelo presidencialista, tiene la capacidad de desconocer al Parlamento como espacio cuando no hay oposición”. Y lo hace.
Luis Benavente, catedrático de la Universidad de Lima, luego de recordar que en el Perú “el Congreso está permanentemente desprestigiado, y fue una de las razones por las que Alberto Fujimori realizó el autogolpe en 1992”, evalúa que el Legislativo todavía puede definirse como “muy costoso e ineficiente, con tránsfugas vendidos”. Por eso, “la intención del gobierno es hacer caminar con mayor agilidad las cosas, lograr resultados en determinados campos que en el Congreso suelen entramparse. No obstante, esto (el decreto) no debería darse”.
Para su fortuna, por el momento Humala posee recursos abundantes y sus adversarios en el Congreso están fragmentados y, mejor que eso, muchos son fácilmente “capturables”. Porque, por otro lado, en los países más pequeños y algunos grandes de la región, si el titular del Ejecutivo no controla verticalmente a su Congreso o lo convierte en irrelevante, tal Congreso –habitualmente dominado por partidos tradicionales en fase de desprestigio– acusa al mandatario de intentar imponer un sistema autoritario y lo derroca: es el neogolpismo, la otra cara de la moneda de los hiperpresidentes. Toklatián ha identificado seis casos en la región entre 2000 y 2012. Cuatro han sido exitosos (Ecuador, Haití, Honduras y Paraguay) y dos fallidos (Venezuela y Ecuador).
Mejorar es posible
¿Cómo salir de esta situación? ¿Debemos habituarnos a considerar el paisaje de presidentes excesivamente empoderados y Parlamentos irrelevantes como el mejor posible? “A los Congresos no los daría tan categóricamente por muertos”, dice Toklatián. Por un lado, no hay que descartar una revitalización de los partidos políticos. De hecho, algunos comienzan a aprovechar la expansión increíble del mundo de las ONG, para sacar de allí, cooptándolos, futuros legisladores que “no conocen a los militantes de base o a los punteros locales y traen su inexperiencia, pero también traen un know- how”. Por otro, existe un camino poco sexy, pero muy poderoso, para optimizar la labor legislativa: “En el nivel procedimental y técnico una mejora en los organismos independientes que entregan información a los legisladores, por ejemplo, en el caso de Brasil, les ha dado a estos mismos ‘mediocres’ parlamentarios de antes la capacidad de tomar decisiones mucho mejores que en el pasado”.
Pérez-Liñán coincide: “Pequeñas inversiones en construcción de instituciones pueden tener beneficios enormes en el largo plazo”, pero “el problema con invertir en un Congreso con acceso a mejores técnicos y consultores, mejores sistemas estadísticos nacionales, etc., implica que los políticos estén dispuestos a hacer esa inversión y no gastar esos recursos a corto plazo”. Sucede que los Congresos son máquinas únicas, complejas y sensibles. Ahí los detalles lo son todo. En Estados Unidos un senador pasa un promedio de 32 a 36 años en el cargo. “Eso puede ser bueno, porque se acumula experiencia múltiple y capacidad de transacción, salvo que el Congreso entero sea tan longevo, porque puede actuar como bloque de intereses”. En Argentina, por el contrario, la rotación es tan alta, “que hay colegas que dicen que los legisladores son políticos profesionales, pero legisladores amateurs”, asevera Pérez-Liñán. Visto así, el mejor Legislativo tal vez deba diseñarse como una especie de cárcel benéfica, ad hoc a cada sociedad, donde “hasta el más mediocre pueda ser un buen legislador”. Cuando se acaben los años de vacas gordas vamos a necesitarlos.