La nueva película de Alfonso Cuarón es la apuesta autoral más grande de Netflix, donde ya se encuentra en línea.
A veces, revolver el caldo de identidad que nos define es más difícil que ir al espacio o ver el futuro. Alfonso Cuarón lo entendió en el momento que decidió sumergirse en sus propias profundidades para encontrar los caminos que lo condujeran a Roma. Lo logró; en el abarrotado y barroco mundo de los cineastas, el mexicano pudo abstraerse de las distracciones y bucear entre la materia de la que están hechos los sueños y los recuerdos. Le tomó 18 años, pero lo hizo. Hurgó en su infancia, en el México que lo arropó entre juegos, sufrimientos y cambios radicales y encontró la recompensa. Buscó y buscó y pronto entendió que todo lo que había hecho estaba relacionado con aquellos primeros años, que cada paso dentro del cine, dentro del arte, estaba intrínsecamente conectado a las experiencias vividas en el barrio que hoy titula su última y más aclamada producción. Que todo –y todo es todo– tenía que ver con dos mujeres fundacionales: su madre y su nana.
“Hice una investigación interior. Me embarqué en un viaje a través de mis recuerdos, del laberinto de mi memoria, y también en las conversaciones con personas que habían vivido las experiencias conmigo (…) En las personas que amo profundamente”, dijo el cineasta a Indiwire. Su declaración es, en ese sentido, más que atinada; Roma, como la vida, es eso: un viaje a través de las personas que nos marcan.
Para Cuarón, así como para tantos otros niños latinos, la nana fue fundamental. En la mayoría de las casas mexicanas de clase media (y en todas las de la clase alta) esta mujer, usualmente indígena, funcionaba como madre sustituta, empleada doméstica y cocinera. Para el pequeño Alfonso, la nana –su nombre original es Liboria– fue más que una mujer que limpiaba en su casa y dormía en un cuarto al fondo; fue creadora, docente, madre, amiga, confidente y fundadora. Fue un destino para su amor de niño, una fuente de la que beber y una guía. Fue la base en la que se moldeó el hombre que hoy se para detrás de una cámara, que agradece al mundo con un Oscar en la mano, que estremece a los espectadores con su talento.
Ese cariño queda marcado en la dedicatoria que aparece al final de la película, pero es, también, el corazón que la bombea. “Para Libo”, escribe el cineasta en el cielo, mientras un avión marca el final de un viaje de dos horas y cuarto en el que el espectador sufre, se conmueve y ríe al unísono.
Pero también, Roma es un vistazo al interior y a los moldes del artista, el más talentoso y honesto de los tres mexicanos (Alejandro González Iñárritu, Guillermo del Toro y él) que, en equipo, destellan en Hollywood. La película –mexicana, latina, universal, personal, enorme– tiene la particularidad de ser la apuesta autoral más grande de Netflix. Está producida y distribuida por el gigante del streaming, en una estrategia polémica que, sin embargo, no le ha impedido ser galardonada con el León de Oro en Venecia y, muy posiblemente, multinominada a los próximos Oscar. Lo merece.
Lo que se dice un hogar
Roma comienza y termina con olas y con aviones, metáforas más o menos adaptables de los cambios y los tránsitos a los que se someterán los personajes en la película. En el medio, una historia se agranda y se comprime, dialoga entre lo íntimo –dos manos que se entrelazan antes del sexo– y lo gigantesco –una masacre histórica de estudiantes–.
En una casa de la Colonia Roma –otrora uno de los barrios incipientes y tumultuosos del DF, hoy uno de los de los sitios más pintorescos y hermosos de la ciudad– una familia de clase media vive un año crucial. Una separación inesperada parte la rutina y deja a la madre (Marina de Tavira, única actriz profesional de la película) y a la criada Cleo (Yalitza Aparicio, maestra jardinera de profesión) mano a mano con la crianza de cuatro niños revoltosos. Es el primer año de la década de los setenta y, así como la familia vive un momento de cambio y punto y aparte, el país se convulsiona de fronteras para adentro.
En este ecosistema, el foco del filme se abre y se cierra de acuerdo a cómo las situaciones que envuelven a Cleo, que es joven e indígena, se mezclan con las vicisitudes del país y la familia. Atestiguamos, así, la esperanza y el miedo por un porvenir familiar distinto, los sueños rotos bajo un par de promesas incumplidas, el continuo desmoronamiento del esquema hogareño, la identidad que envuelve a todos en esa familia y que los mantiene unidos, aún a pesar de las tensiones más fuertes. También, a cuestiones más globales como la distribución de la riqueza, el lugar de la raza en la historia mexicana y la denuncia soslayada de ciertos hechos históricos.
Filmada con la cámara más potente del mercado (la Alexa 65) y en blanco y negro, la belleza visual de la película es removedora. Sus escenas mundanas, los episodios históricos y hasta los momentos más desgarradores están teñidos de un halo de melancolía que no manipula y, en cambio, realza la perfección de sus imágenes hiperrealistas. Sin música alguna que perturbe la conexión del espectador con lo que sucede en pantalla, Cuarón se sumerge en la relación entre estas dos mujeres que deben fortalecerse en conjunto y ser, además, sostén para una familia que las necesita. Y, por encima de todo, vivir, ser individuos con necesidades, sueños, búsquedas.
Hay múltiples referencias a otras películas del director, desde Gravedad hasta Y tú mamá también, y todo funciona para mantener la sensación de que se está ante una película fundacional, pero también ante un colofón para una carrera surcada y pautada por la excelencia. Ayuda, además, que se haya filmado en orden cronológico, algo que no es muy común pero que ayuda a apuntalar un desenlace conmovedor.
Quedarse con una sola escena que resuma la película es difícil, pero sí se puede arriesgar e intentar recopilar la más representativa de la intención de Cuarón. Tal vez, pueda llegar a ser esa en la que está toda la familia, padre incluido, mirando la tele, riendo con un programa humorístico. Esa en la que Cleo se pasea entre ellos, levantando los platos, sirviendo copetines a los niños. Como todos, la joven no puede desprender la mirada de la pantalla y por eso se pone en cuclillas al lado del sillón. También quiere ver. Pepe, el más pequeño, el que es Cuarón en la ficción, la abraza por los hombros. No es un gesto intencionado, no es una inclusión deliberada; es, más bien, reflejo automático de un amor genuino, la asimilación infantil y pura de que allí está el hogar. Cleo sonríe y la cámara se aleja, mostrándolos a todos de espaldas, mirando la tele, riendo bajito. Es probable que allí, aún en pantalla, aún en el cine, estemos viendo más que una película.