Mientras la industria de la moda y los diseñadores del país siguen creciendo y dando pasos a nivel internacional, las publicaciones no han logrado mantener el mismo ritmo.
Hace unos días, la diseñadora Johanna Ortiz anunció una colaboración con el sello sueco H&M. Esta modalidad, problematizada recientemente por críticos, es una iniciativa que desde hace unos años crea una coalición entre el sello de moda rápida y un nombre de diseño renombrado, con el propósito de proporcionar un sentido de “moda democrática”. Kenzo, Erdem, Moschino, Karl Lagerfeld, Giambattista Valli... todos han sido parte de la alianza. Ortiz es la primera latinoamericana en lograrlo. Sin embargo, como se sabe, no es la primera vez que resuena en los pasadizos de la moda encumbrada. El suyo es uno de los nombres que más se asocia con la inédita globalización de la moda colombiana de los últimos años.
Desde hace unas temporadas, la diseñadora exhibe sus colecciones en París, ha sido acogida por tiendas de departamento emblemáticas, ha aparecido en los medios más tradicionales, y ha ocupado espacios —tanto materiales como simbólicos— que hace unos años hubiesen sido impensables para el diseño colombiano. En ese sentido, Johanna Ortiz se ha convertido en una metáfora, un índice de la fuerza que ha adquirido la moda en un país que se está reinventando, política y socialmente, y que ha usado la estética como una fuerza cultural para imaginarse de maneras diferentes, por fuera de estereotipos de violencia. La estética de Ortiz también es un símbolo del imaginario Caribe chic que se ha instalado en las percepciones extranjeras del país, con Cartagena de Indias como un foco de tendencia importante. Pero también simboliza otros síntomas: habla de cómo se entiende la moda en un país como el nuestro, que representa a cierto tipo de mujer que ocupa ciertos lugares y usa el ornamento en determinados contextos. En cierto sentido, semióticamente, es una estética que sí refleja cambios de percepción significativos ante un país que se asoció larga y tenebrosamente con guerrilla y narcotráfico; un giro que puede leerse también dentro de una dimensión politizada. Pero también habla sobre las ambivalencias del tipo de feminidad que celebra. No obstante, en últimas, Ortiz encarna una especie de cresta, el punto crucial de un fenómeno más amplio que ha marcado, en Colombia, en los últimos años, un interés en la moda único y sin precedentes.
La moda tiene una habilidad muy peculiar para encarnar ambivalencias. A veces es mera superficie chata, alcance estético. Otras, la moda puede hablar sobre honduras insospechadas: cambios de comportamientos sociales, giros en la subjetividad, entendimientos del género o tensiones alrededor de la experiencia de la clase social. La moda no es un terreno idóneo para quien añore leer el mundo en prismas simplistas de blanco y negro. No es un lugar cómodo para quien sienta malestar ante la contradicción y la contrariedad. Ambas cosas están inscritas en su médula. La moda también tiene una extraña y encantadora habilidad de articular características del contexto donde se crea. En Colombia, un peculiar sentido de ambivalencia se ha hecho agudamente evidente a través de los medios que la tratan, la representan, la escriben y piensan en ella. Los medios son vitales en las representaciones de la moda, porque hablan sobre sus dinámicas de legitimación y el hecho de que ella es lenguaje e imagen también. Y aún así, a pesar de la ubicuidad indiscutible que ha asumido el tema en la última década, las revistas de moda en Colombia han ido extinguiéndose.
La atmósfera que ha generado la fuerza de la moda en la actualidad empezó a instalarse en los años 2000. La llegada de cadenas de moda rápida, la apertura ineludible que trajo internet, el florecimiento repentino de opinadores y blogueros, la multiplicación de marcas, eventos y sellos emergentes; el afianzamiento de una generación visualmente educada e informada como nunca antes, los preceptos (aún si espinosos y debatibles) de democratización. Como tantos otros países de la periferia, Colombia se sumó al entusiasmo por la moda y el contexto local empezó a expresar sus propios sentidos de una palabra que, a grandes rasgos, ha ido multiplicando sus significados. La moda es un término múltiple y amplio, que no se reduce a los códigos de elitismo que marcan su historia y sus procesos. Eso la ha hecho más compleja, más contraria, más elusiva y más accesible también. La ha hecho el terreno de expertos autoproclamados, la ha hecho un dominio sustentado en gustos problemáticos dentro de dinámicas de clase que en Latinoamérica están marcadas por sociedades acomplejadas, que se buscan constantemente en lo que puede ser considerado un estado de modernidad irresuelta.
Quienes están sumergidos en sus terrenos saben bien que la moda es un tema de moda en Colombia hace un tiempo. Y sin embargo, el periodismo y la representación mediática parece que no hubieran podido mantenerse al ritmo de ese crecimiento, de esa presencia, de ese interés. ¿Por qué? ¿Qué dice y qué revela que en un contexto donde la moda ha crecido con tanta fuerza, los medios especializados vayan diluyéndose? En enero de 2020 dejará de circular una de las revistas más emblemáticas del contexto: Fucsia, de Publicaciones Semana. Antes, la revista In Fashion había seguido el mismo trayecto. Lo que queda son medios que tal vez, tangencialmente, abordan la moda, a través de unas dinámicas de reportaje social, donde se insiste en retratar a las élites en sus diversos encuentros, donde se insiste en perpetuar a las mismas figuras una y otra vez, y donde lo que persiste, sobre todo, es una percepción tácita de que la moda no es cultura sino entretenimiento. Quedan, claro está, iniciativas digitales y plataformas que intentan balancear lo estético y lo analítico, el reportaje y la inmediatez. Sin embargo, están desapareciendo los medios impresos que logren articular lo que ha sucedido con la moda colombiana.
Esto deja en evidencia una brecha generacional importante, que los grupos mediáticos siguen subestimando a las audiencias, que quienes se conservan en los sitios de legitimación periodística son presas, muchas veces, de su propia inercia. Y eso habla, con claridad, sobre otros síntomas de la cultura colombiana en general. La desaparición de las revistas de moda en Colombia señala cómo los grupos editoriales no han logrado mantener el ritmo de los grandes lemas que hoy sacuden a una industria que siempre ha sido problemática. De un tiempo para acá, la moda ya no escapa interrogantes éticos, sí asociados a una de las grandes preocupaciones de nuestra era: el desgaste ambiental, pero también ligados a las capas políticas, sociales, culturales, económicas y simbólicas de las que puede dar cuenta la moda también.
Nadie puede negar que la moda sí puede ser un hervidero indigerible de superficialidad. Un sitio de estereotipos, de estructuras blancas, patriarcales, clasistas, racistas y homogéneas. Pero he allí otra de sus ambivalencias: también puede ser un terreno donde encender diálogos sobre alquimias de identidad y de equidad, formas frescas de representación, articulaciones más arraigadas en una época donde la gran ambivalencia también está en que la superficie puede conducir a honduras políticas, sociales y culturales.
Cuando hace unos meses, la revista Fucsia cayó en el desacierto de querer celebrar el Festival Petronio Álvarez con la imagen de una modelo de tez blanca ataviada con ornamentos de estirpe afro, el torbellino que desató fue metafórico y diciente. Mostró las indignaciones de una audiencia que ya no tolera que la moda sea solo superficie, motivada por códigos de otras temporalidades. Reflejó cómo las audiencias actuales sí desean leer y consumir contenidos que bien pueden ser estéticamente deleitables, pero que también estén sustanciados por procesos de reflexión. Audiencias que también quieren participar en comprender qué significados se esconden detrás de los signos que ven. Audiencias más conscientes y más informadas. Pero también, a veces, audiencias con tendencias a reaccionar, velozmente, dejando poco margen para la reflexión o para tender puentes entre discrepancias.
El torbellino también mostró lo problemáticas que son las dinámicas digitales, los incendios en Twitter, las discusiones que solo generan dinámicas de matoneo, narices izadas en indignación con expresiones que rayan en el juicio moral, en la condenación y que poco o nada incentivan un diálogo que a través de la discrepancia puede generar efectos. Son conflictos aislados y momentáneos donde no se tienden puentes, donde se conserva una dañina insularidad basada además en riñas muchas veces mezquinas y personales.
Las inquietudes detrás de dichos malestares son legítimas, comprensibles y profundamente contemporáneas. Pero las formas en que se expresan dan cuenta de la desconexión entre los segmentos distintos de la moda colombiana. Reflejan el espejismo que también son las redes digitales, con discusiones muchas veces irreflexivas e incendiarias que bien pueden suceder en Twitter o en Instagram, que enarbolan incendios bidimensionales, en pantallas, de manera deshumanizada, sin trascender esa dinámica que caracteriza a séquitos que participan en este tipo de discusiones. Terminan transformando su escozor, sí, muchas veces fundamentado, en violencias bachilleres que no atraviesan a sus interlocutores y que no permiten, por ejemplo, un diálogo con quienes tomaron la decisión en la revista, o que no permiten la posibilidad de que, colectivamente, se reconsidere qué tipo de necesidades puntuales tiene hoy la representación mediática de la moda colombiana.
Y hay otras realidades. Para las personas de cierta generación, quienes ocuparon roles pioneros y singulares en la representación de la moda, en el periodismo o los medios, el tema tenía unas connotaciones particulares. Están llamados a replantearse ciertos temas, llamados a sincronizar, de manera más concienzuda, con unos significados que ya no están atados solamente al tema del gusto, del acierto, de lo meramente comercial o lo estético. También estamos llamados a evaluar realmente si algunos de esos roles fueron ocupados meramente “por default”, por personas que no tuvieron las sustancias discursivas para lograr el balance que hoy reclama la moda también: una sinergia particular entre lo caprichoso, lo estético, lo frívolo, lo comercial, con esos otros relieves, cada vez más presentes y necesarios, que son los aspectos culturales, políticos, raciales, sociales, simbólicos que ella puede representar también. Pero debemos dimensionar cada tema en su contexto, y con una prisma más agudo, ojalá con complejidad y sentido de humanidad.
Uso el caso de Fucsia no para puntualizar en él específicamente sino como símbolo de otras cosas que se observan en la cultura colombiana. Porque reveló síntomas que expresan tensiones en cómo se entiende la moda en el contexto local. A pesar de su visibilidad, de su presencia como vector que ha servido para reinventar imaginarios nacionales, la moda se sigue viendo como un asunto del entretenimiento, no como algo cultural. Incluso sus instituciones más sólidas, por ejemplo, insisten en fomentar lo comercial —que es vital a la moda siempre, sí, claro—, reacias a pensarla en sus dimensiones sociales y culturales, reacias a reflexionar sobre sus signos y significados.
El caso de Fucsia da muestra de cómo ya no funcionan modelos de otros momentos. Demuestra que los grandes grupos editoriales no han logrado sincronizar con conciencias actuales que hace un tiempo rebasan las fotografías de sociales, los reportajes sosos de tendencias, el enfoque unidimensional de quién es la última actriz-hecha-presentadora-hecha-ícono-de-moda que se casa y es madre. Es reflejo de un desfase y necesidad actual. Es una señal, concisa y clara: la moda necesita ser considerada como lo que es también, un portal hacia terrenos de reflexión, una forma de entendernos mejor como país, un dominio donde navegar nuestras tensiones irresueltas, nuestros entendimientos de clase social, nuestro momento político, nuestro clima cultural, las formas en que se están removiendo feminidad, masculinidad, género, estructuras raciales. La moda es superficie siempre, es imagen, pero también, representada con los lentes correctos, es un portal hacia la identidad y la condición humana. En Colombia, donde se ha convertido en una fuerza contundente, necesita este giro, lo pide con urgencia.