Por Isaías Sharon, director ejecutivo Smart Coach.
En tiempos en que la cobertura de la educación en Chile era mucho menor que la existente en la actualidad, cuando la formación en programas técnicos altamente aplicables al trabajo era fundamental para marcar la diferencia y el ser capaces de llegar a la mayor cantidad de gente posible era un imperativo político; cuando una manera inteligente era dar una franquicia tributaria para la inversión en capacitación, en ese contexto, que hoy no existe, tenía algún sentido una institución como SENCE, con sus acentos en la cantidad más que en la calidad, y en lo meramente procedimental, alejándose de aquello que ha demostrado sumar un real valor a las personas y las organizaciones.
Actualmente, SENCE es meramente una forma de descontar impuesto por parte de las empresas que cuenten con un gran número de trabajadores, y con sueldos medios y bajos, es decir, un premio pagado por todos los chilenos a empresas que brindan empleos de mala calidad, y que en la mayoría de los casos usan este “beneficio tributario” para programas de bajo valor para las personas que asisten, porque la prioridad no es que sean más capaces ni mejoren su empleabilidad, sino simplemente descontar impuestos en la planilla anual.
En un sistema de capacitación que no ha logrado poner los incentivos en los puntos correctos, ni mucho menos hacerse cargo de las verdaderas necesidades de las personas y el mundo privado, al nivel de relegar al olvido el desarrollo de “habilidades blandas” debido a sus incapacidades de medir su impacto, y garantizar que las OTEC (un mundo complejo y repleto de vicios) realicen capacitaciones con profesionales realmente competentes y que logren aportar a los asistentes a dichos espacios de aprendizaje. Entonces, como SENCE no supo qué hacer con la problemática decidió salir huyendo de aquello que ha sido demostrado en variados estudios de universidades como Harvard y Stanford, donde muestran que cerca del 85% de las características que hacen que las personas sean seleccionadas o promovidas en un empleo pasan por sus habilidades sociales y no por los conocimientos técnicos.
Entonces, algo parece no calzar. Mientras las entidades especializadas en desarrollo del capital humano indican que las habilidades mal llamadas “blandas” marcan la diferencia en la productividad, la empleabilidad y el crecimiento de las naciones, la entidad encargada de que esto ocurra, insiste en que más cursos de Excel o de encendido y apagado de computadores nos llevarán a ser un país desarrollado. Sin lugar a dudas que estas políticas fueron muy importantes hace 20 años atrás, pero parece que las cosas han cambiado, y las respuestas del Estado en esta materia viene aún viajando en un desconocido recorrido digno del Transantiago.
Esperemos todos que alguien le ponga el cascabel al gato y comencemos a hablar en serio, a sumar valor y no seguir usando los impuestos en un subsidio sin límites para brindar servicios de dudosa calidad, con actividades con impactos que los mismo estudios han mostrado que no suman ni transforman “el estado del arte” en cuando al capital humano en nuestro país.
Una verdadera política de desarrollo de las personas, pasa por incentivos muy distintos a los existentes hoy, y exigen además un cambio radical en las metodologías y contenidos de la enseñanza, así como valorar más el impacto de estas nuevas habilidades, que el descuento al que accederá la empresa al cerrar su año fiscal. El tema sigue abierto a la espera que alguien comience a tomarlo en serio.