Se estima que los alumnos más pobres perderían el 49% de sus conocimientos, y peor sería para quienes estén en el campo.
Una clase de matemáticas por Whatsapp presenció Sandra García hace poco. Desde entonces esta investigadora de la Universidad de los Andes, quien lleva más de 15 años pensando sobre inequidad y educación, se pregunta cómo aprenden las niñas y los niños a multiplicar, dividir y a leer a través de una pantallita. Así es como muchos estudiantes de colegios públicos y rurales del país apenas pueden comunicarse con sus profesores desde que se suspendieron las clases presenciales como medida de contención contra el COVID-19. Si no cuentan con un celular, computador, televisión ni radio, ya abandonaron la escuela o al revés, la escuela los abandonó.
Tras más de 100 días de establecimientos cerrados, la deserción escolar es la preocupación más urgente a escala nacional, seguida por las pérdidas de aprendizaje que van sacando a los menores del sistema educativo. Para tener una idea, expertos del Banco Mundial estimaron cuáles serían las pérdidas de aprendizaje para estudiantes de quinto grado en Colombia, bajo una apertura parcial. En ese escenario, los más pobres perderán el 49 %, el doble de los conocimientos que perderán los más ricos (25 %). Mientras que para los estudiantes rurales la pérdida es significativamente mayor”.
Inquieta por esas brechas, “hice el ejercicio y me metí en la página de los ministerios de Educación de otros países latinoamericanos para ver cómo estaban asegurando el aprendizaje continuo. Me encontré con que nosotros somos el único de la región sin currículo nacional. Los demás países colgaron las guías para todos los grados y áreas, contenidos académicos y socioemocionales con sus respectivos textos, y los docentes y las familias los pueden descargar de allí. Pero nosotros no, por respetar la autonomía de todas las escuelas”, cuenta García. El problema, según ella, es que tenemos tantos currículos como colegios y amplias deficiencias. “Estamos pagando ese costo en la pandemia”.
Si bien no existe una guía nacional, “sí hay dos documentos públicos que proporcionan señales para los aprendizajes: uno son los lineamientos curriculares de todas las áreas y el otro son los estándares básicos de competencia”, aclara Fabio Jurado, quien dirigió hace una década el Instituto de Investigación en Educación (IIE) de la Universidad Nacional y trabajó desde los noventa en la formación de docentes de todo el país. Pero los currículos previstos por las escuelas, asegura este experto, han seguido desarrollándose según las condiciones sociales de las familias. “Por eso insisto en la importancia de sacar los libros de los colegios y ponerlos en circulación, más en las comunidades vulnerables, más si no hay conectividad”.
En ese llamado coinciden varios pedagogos, pues a falta de un currículo, cabe pensar en un consenso sobre textos escolares difundidos en todo el país. Porque “no existe una estrategia clara sobre la educación a distancia en estos momento, por lo menos dos textos que los profesores puedan trabajar durante la alternancia, distribuirlos en las casas, llevarlos a los niños de la ruralidad. Sería ideal tener un centro de pensamiento alrededor de ese diseño pedagógico de la educación a distancia, en vez de esperar a que los casi 14 mil establecimientos educativos diseñen cada uno sus metodologías”, sostiene García.
Ante ese vacío aparece la pertinencia de los textos escolares, como lo fueron en su momento las cartillas Nacho Lee y Coquito, con el fin de que el aprendizaje continúe. Patricia Cardona, doctora en historia e investigadora de la Universidad Eafit, es una defensora de este material. “Es una falacia pensar que la única tecnología es la digital, los textos que han sido desarrollados desde el siglo II son entendibles o audibles para todo público, educan a los niños no solo en la escuela y en sus casas. A lo largo de la historia, niños y papás aprendieron en los mismos textos, esto los convierte en unos aliados en términos de equidad educativa”, cuenta la autora de La nación de papel, una revisión sobre este material en Colombia durante el siglo XIX.
Aunque no hace falta remontarse mucho en el tiempo para encontrar ejemplos, hace una década, niñas y niños de 7 a 12 años de más de 25 mil colegios rurales empezaron a formarse con las guías de Escuela Nueva. Gracias a esa modalidad, en un salón de clases un profesor puede atender hasta alumnos de 5 grados distintos. “Los libros le permiten al niño actuar, realizar ciertas cosas por sí mismo en relación con las de la cartilla, no es una enseñanza que imparta el maestro, pero el contenido curricular está allí”, explica Guillermo Bustamante, quien participó dos veces en el diseño de estas guías, las cuales pueden descargarse desde el portal del Ministerio de Educación.
Pero Bustamente, que también es profesor de educación en la Universidad Pedagógica, considera que los libros en sí mismos no forman, pese a que fueron hechos por pedagogos, contienen vínculos a páginas web, sugerencias y libros. “Podrán cumplir una labor educativa que no se está pudiendo llevar a cabo por la urgencia, pero hay que tratar de buscar una manera de conectar a muchos estudiantes, no solo con cartillas, sino con la presencia del docente”. Ese acompañamiento es uno de los apuros por retornar a las instituciones bajo el modelo de alternancia, que empezará a funcionar en un mes.
Ante la incertidumbre, viene otra vez el recuerdo de la pantalla de celular, con operaciones matemáticas por Whatsapp. ¿Cómo recobrar conocimientos y nivelar competencias en las niñas y niñosbajo la alternancia?, se preguntan García y otros colegas. ¿Qué tan posible es un consenso para no abrir más las brechas de la educación rural? En palabras de la investigadora, “no existe en Colombia una política que diga estas son las guías de lectoescritura o las de matemáticas, de tal a tal año. Es muy complicado encontrar uno bueno para aprender y enseñar, y se necesita un maestro y habilidades como la autonomía, pero es una herramienta que no tenemos”.