Joaquín Torres García (1874-1949) es conocido como el creador del universalismo constructivo en la pintura. Paradójicamente, muchas de sus obras iban a terminar, como si de una maldición se tratase, siendo destruidas, borradas, ocultadas, quemadas, perdidas o repintadas en diferentes avatares que sufrieron a lo largo del tiempo.
"Decir que Torres García fue un pintor maldito quizá sea algo exagerado, aunque es verdad que tuvo mala suerte", señaló en una entrevista con Efe Alejandro Díaz, director del museo dedicado a Torres García en su ciudad natal, Montevideo.
El recinto de la capital uruguaya, donde se guarda parte de la obra del artista, trabaja precisamente este año en la restauración de unos cuadros suyos consumidos en un incendio en la ciudad brasileña de Río de Janeiro en 1978, mientras el resto de sus obras se exponen en diferentes museos del mundo, está en poder de coleccionistas o se hallan en paradero desconocido por causas fortuitas.
Aunque nació en Montevideo, a los 17 años Torres García emigró con su familia a Barcelona, la tierra de origen de su padre, debido a las dificultades económicas que atravesaban. Allí inició sus estudios de arte, frecuentó los ambientes intelectuales de la ciudad y entró en contacto con otros creadores de la época, como el arquitecto Antoni Gaudí, junto con quien diseñó los vitrales de la catedral española de Palma de Mallorca, o los de la todavía inconclusa basílica Sagrada Familia en Barcelona.
La mala fortuna ya acompañó a Torres García en sus primeros murales en iglesias catalanas, como los que pintó para el ábside de la capilla de la Divina Pastora en Sarrià y que sucumbieron ante el pincel de una monja que se atrevió a repasarlas, como refiere el investigador Joan Sureda Pons en su libro "Torres García. Pasión clásica". Otra de sus decoraciones murales de aquella época, en este caso para la iglesia de Sant Agustí, pereció en un incendio en 1936 y nada quedó de ella.
En 1913, Torres recibió el encargo de decorar con pinturas al fresco las paredes del Salón Sant Jordi, en el Palacio de la Generalitat de Catalunya, sede del gobierno autonómico. Estos murales, inspirados en la tradición grecolatina, fueron duramente criticados por la prensa de la época, hasta el punto de que las autoridades catalanas ordenaron a Torres que interrumpiera su trabajo y escondieron sus obras bajo nuevas pinturas.
A raíz de estos incidentes, el pintor quedó sin ganas de regresar a Barcelona y decidió construir una vivienda familiar en Terrassa, mezcla de templo clásico y masía catalana, a la que bautizó como Mon Repòs ("mi descanso"), según contó el propio Torres en su libro "Historia de mi vida".
Poco descanso tuvo sin embargo la propiedad, diseñada y decorada por el propio artista, la cual debió vender en 1919, agobiado por las deudas. Tras pasar por sucesivos propietarios, la finca permaneció deshabitada durante años y, ante el estado de ruina que presentaba, el gobierno catalán inició obras para su rehabilitación. Pese a ello, el edificio no pudo soportar los trabajos y se derrumbó en 2007, quedando en pie tan solo su fachada principal. Afortunadamente, algunas de las pinturas de Torres que adornaban las paredes habían sido rescatadas en 1993, cuando las adquirió una caja de ahorros local.
Avatares en el extranjero
Con el nacimiento de sus hijos, la obra de Torres García se tradujo al lenguaje infantil y el artista comenzó a fabricar juguetes de madera, para los que ya empleaba las formas geométricas y los colores primarios que caracterizaron después su pintura. Hacia 1920, Torres inició una línea pictórica más influida por la modernidad y, buscando un entorno más propicio para inspirarse, se trasladó con su familia a Nueva York. Allí viviría casi dos años, hasta que se estableció en Italia, donde continuó con la fabricación de juguetes que trataba de vender en diversas ciudades del mundo.
En enero de 1925, sin embargo, un telegrama le anunció un nuevo infortunio: un incendio había destruido las instalaciones de su fábrica de juguetes en Nueva York, y el artista se vio obligado a cerrar la sociedad. Hacia 1926, Torres García se trasladó a París, donde su pintura se impregnó de los vientos de la vanguardia, y contactó con artistas como Mondrian, cuya composición basada en la cuadrícula, las figuras geométricas y los colores primarios tendrían una decisiva influencia en el pintor uruguayo.
Torres interpretaba estos elementos básicos como universalmente comprensibles para todas las épocas y culturas, y proyectó un arte intermedio que superaba el dilema entre la tradición figurativa y la abstracción vanguardista: el universalismo constructivo. En este movimiento, la realidad quedaba representada en los símbolos esquemáticos -peces, anclas, ánforas o barcos-, mientras que la abstracción venía definida por la combinación de verticales y horizontales y los colores puros como el rojo, el amarillo, el azul, el blanco y el negro.
De esta época de experimentación datan cuadros como "Gran copa constructiva" y "Composición con hombre y reloj", otras dos obras de Torres que se han perdido para siempre. Con el paso de los años, ambas se deterioraron hasta revelar un secreto escondido: el pintor las había elaborado sobre unos lienzos ya utilizados, cuyos colores comenzaban a transparentarse y a confundirse con la obra superpuesta.
A mediados de 2004, la prensa española señaló que un coleccionista barcelonés que había adquirido los dos cuadros decidió eliminar las obras repintadas por el propio Torres para descubrir las que se ocultaban bajo de capas de pintura, y que ahora pugnaban por salir a la luz.
El proceso, no obstante, implicó la destrucción irreversible de otras dos importantes obras del autor.
La vuelta al sur
En 1934, después de más de cuarenta años fuera de su tierra, Torres García regresó a Montevideo, donde su concepción artística bebió de las fuentes de la tradición indígena y el arte precolombino, como antes en Europa se había nutrido de la pintura grecolatina.
En Uruguay pintó cuadros, escribió tratados, dictó conferencias, publicó revistas, fundó talleres artísticos, dirigió la Asociación de Arte Constructivo y puso literalmente a Sudamérica cabeza abajo para profetizar que, el olvidado sur, era ese norte hacia el que apuntaría el destino del mundo.
A Montevideo, su ciudad natal, legó varias obras ubicadas en espacios públicos de la ciudad, como el Monumento Cósmico que permanece en el Parque Rodó, o los murales que pintó junto a sus discípulos en las paredes del hospital Saint Bois, a las afueras de la capital. "Tras la muerte del artista, en 1949, los murales del Saint Bois comenzaron a sufrir los efectos de la intemperie, por lo que las autoridades de la época decidieron desmontarlos e instalarlos sobre bastidores", según recordó Alejandro Díaz.
El director del Museo Torres García relató además cómo estas pinturas viajaron en 1975 a París para participar en una exposición. Sin embargo, en el momento en que terminó la muestra, los curadores se dieron cuenta de que no contaban con los recursos suficientes para traer las obras de vuelta a Montevideo, y los cuadros permanecieron varados en un sótano del museo durante tres años.
Finalmente, en 1978, el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro (Brasil), se ofreció a costear el retorno de los murales de Torres hacia Sudamérica, para integrarlos en una exposición que preparaba sobre "Geometría sensible". Pero la desgracia volvería a cruzarse en el camino de Torres García, aún después de su muerte: en la madrugada del 8 de julio de 1978, un terrible incendio destruyó el Museo de Río de Janeiro, devorando obras de autores como Picasso, Dalí, Kandinsky, Matisse, Van Gogh...y los murales de Torres que habían salido de Montevideo años atrás.
Fue la mayor catástrofe artística y cultural registrada después del fin de la Segunda Guerra Mundial, tal y como destacó la prensa de la época.
Renacer de las cenizas
Los restos de las obras de Torres García consumidas por el fuego regresaron finalmente a Uruguay en un proceso que, según contó Díaz, "estuvo envuelto en misterio". Como si de una condena a prisión se tratase, las obras quedaron enclaustradas durante décadas en los almacenes del Museo Nacional de Artes Visuales de Montevideo (MNAV), hasta que hace siete años, al cambiar su director, aparecieron en un rincón estos harapos de cuadros rescatados de las cenizas.
Desde hace pocas semanas, un equipo trabaja en las entrañas del Museo Torres García para rehabilitar estas obras, después de varios años luchando para obtener la financiación necesaria. En concreto, según explicó a Efe Federico Méndez, uno de los artistas a cargo del proyecto, "se trata de recuperar uno de los murales de los que se conserva un mayor porcentaje, el conocido como "Pax in lucem"". Para el resto de obras se crearán reproducciones facsimilares, partiendo de las fotografías que aún se conservan de estos murales, y de los trabajos no destruidos de los discípulos de Torres. L
a tarea implica varios retos, como el de recrear la disposición espacial empleada por Torres en sus obras, o los materiales usados para trasladar con fidelidad los colores, según aclaró Gustavo Serra, otro de los encargados de los trabajos de restauración. Gracias a esta iniciativa, los trabajos del constructivismo de Torres García pugnan hoy por imponerse a la destrucción que asoló una parte de su obra.
(EFE/REPORTAJES)