Fue la residencia de los reyes húngaros. Hoy alberga el Museo Historia de Budapest, la Biblioteca Nacional y la Galería Nacional.
Negro. Eso es todo lo que veo. Me sumerjo en una mazmorra helada que me eriza la piel. Con cada paso, mis pies se hunden más en el barro. El viento susurra un lamento fantasmagórico, que trae consigo los últimos rastros de un grito. El eco indefinible de las víctimas que yacen a unos metros de distancia. Puedo sentir el palpitar de mi corazón que se acelera, los miedos irracionales que toman forma en mi cabeza y se revelan entre las sombras que me han privado de la luz. Cada ruido me hace saltar, busco su origen, pero la realidad es que mi cabeza da vueltas en vano, mis ojos no funcionan. No hay nada que pueda hacer. Tenues chillidos resuenan en las paredes. Auguran mi futuro, pues me dirijo hacia ellos. Mi estómago se retuerce y me suplica que salga de allí, que me ponga a salvo. Pero ya es muy tarde. Salir implica enfrentarme a aquello que me espera más adelante, a esa fuerza etérea que ya se alimentó de cientos de inocentes, pero que siempre tiene hambre.
En medio de una especie de negación, trato de encontrar algo de calma en la risa; sin embargo, está cargada de nervios. Esa mano fría que aprieta mi garganta sabe perfectamente que esa máscara sonriente no conseguirá nada por ahora. Sin otra opción, sigo caminando. Mis manos acarician la piedra áspera y húmeda a mi lado, trato de dar sentido a lo que sea que me rodea. Es imposible. Un suave murmullo, una tonada lúgubre, dispara escalofríos que recorren mi espalda sin clemencia. Mi celular me llama desesperado, ahí está la solución a todos mis problemas: una linterna para acabar con esos terrores invisibles. Pero, ¿dónde está la gracia en eso?
Afuera, Budapest está a 43 grados y sus históricas calles son difíciles de disfrutar cuando el asfalto hierve y pesadas gotas de sudor brotan por cada poro de la piel. Esa fue una de las motivaciones que me llevó a atravesar ese pasadizo austero y poco llamativo que prometía albergar la cámara donde Vlad Tepes –el legendario príncipe de Valaquia, que sirvió de inspiración para la creación del Conde Drácula– vivió como prisionero por más de diez años.
Algunos insisten en que su cuerpo fue enterrado ahí mismo, en el laberinto de piedra bajo el castillo de Buda. A ciencia cierta, nadie sabe qué fue del cuerpo de Vlad ‘El Empalador’, pero esta red de túneles subterráneos no deja de esconder secretos tétricos para los turistas. En el siglo XV, el laberinto sirvió de mazmorra, prisión y centro de torturas, un pasado que empieza a ser evidente al descender por las empinadas escaleras por las que he llegado. En la entrada aún se conservan las celdas de quienes lo habitaron.
Una vez adentro, no hay guía. ¿Estaremos dispuestos a perdernos en esta telaraña siniestra? Su historia ha sido escrita en las paredes, en pequeños puntos iluminados. Es una compleja red de pasadizos oscuros: en algunos se encuentran antorchas, con luces naranjas y azules; otros están invadidos por una densa niebla imposible de disipar. Cuando la neblina nos termina de tragar y la música tensionante llega al nivel de la tortura, sabemos que hemos llegado a nuestro objetivo: la tumba de Vlad Tepes. Un príncipe que, en su misión por defender Europa de la invasión otomana, fue traicionado por Matías, rey de Hungría, y terminó aprisionado en las entrañas de Buda. Dicen que murió por primera vez en esta misma cámara, donde una gárgola custodia su ataúd. Su cuerpo está enterrado bajo la piedra, pero su cabeza se encuentra en un lugar desconocido. Drácula surgió de este laberinto, consumido por la maldad que tiñe sus paredes y convertido en el infame empalador, quien levantaría pirámides de cadáveres en su propósito de acabar con cada uno de sus enemigos.
En los túneles no encontrarán personajes disfrazados, ni empleados dispuestos a asustarlos. Lo brillante de este laberinto macabro es que el verdadero miedo no yace en un personaje ficticio, el pánico, el verdadero terror, surge de nuestras propias mentes, de una fuerza espectral que ha impregnado esas paredes. Se alimenta de los miedos profundos que odiamos confrontar, esos que solo salen a bailar en la oscuridad. Aquí, por un breve instante, estamos dispuestos a probar esa sustancia tétrica que transforma a los hombres en monstruos.