Hacerse transfusiones de plasma sanguíneo para mantener la juventud fisiológica es la última moda en California. ¿Investigación o negociado?
Rodrigo Lara Serrano/Clúster Salud. ¿Se inyectaría usted en la sangre una mezcla de cal, alcohol y carbonato de potasio llamada alkahest? Hmmm, parece que no. ¿Y qué tal un medio litro o más de ambrosía, el licor que los dioses griegos tomaban en sus fiestas en el Olimpo? Veo que lo está considerando, señal de que el márketing tiene los poderes que se le adjudican. Lo cierto es que tanto el alkahest como la ambrosía no existen. Al menos no cómo lo fantaseaban los alquimistas (inventores del primero) y los historiadores (investigadores del segundo).
Lo que sí está disponible son los servicios de dos compañías californianas que ofrecen un sucedáneo de las sustancias antes mencionadas: plasma humano. Se trata de Alkahest, fundada por Tony Wyss-Coray, un neurocientífico de la Universidad de Stanford, y de Ambrosia, creada por otro graduado de Stanford (esta vez de medicina), Jesse Karmazin. Ambos eligieron esos nombres por sus asociaciones, “románticas” podríamos decir, con un viejo sueño de la humanidad: la inmortalidad. O, quizás mejor, la juventud, sino eterna, al menos hasta los 80 o 100 años. ¿Pero, por qué el plasma?
La idea es recibir una versión juvenil de lo que constituye la fracción líquida y acelular de la sangre (plasma), que es lo que “sobra” al sacar de la sangre, justamente, sus células características: los glóbulos rojos y los glóbulos blancos. Lo que queda es 90% agua, 7% proteínas, y un 3% restante de grasa, glucosa, vitaminas, hormonas, oxígeno, dióxido de carbono y nitrógeno. Y, en caso de no ser filtrados, desechos del metabolismo como el ácido úrico.
El racionamiento detrás del asunto es que, además, ése 3% contiene elementos que, cuando envejecemos están en menor cantidad o directamente ausentes, entonces reponerlos ayuda a mejorar el estado general de la salud y la actividad celular.
Todo surge de un experimento, realizado hace un tiempo, en que se unió la circulación sanguínea entre ratones jóvenes y viejos (proceso llamado parabiosis) que mostró que los segundos vieron mejorado su estado de salud. Luego, en 2014, como lo relata un artículo muy completo sobre este tema de la MIT Technology Review, “Tony Wyss-Coray demostró que los ratones viejos tenían un mayor crecimiento de neuronas y habían mejorado la memoria tras unas 10 infusiones de sangre de ratones jóvenes”.
El paso siguiente es intentar probar si el efecto se repite en seres humanos. Razón por la cual el investigador creó Alkahest. Financiada por un millonario de Hong-Kong y por la empresa especializada en plasma Grifols (que ha puesto cerca de US$ 37,5 millones en la empresa), el proyecto ha comenzado a testear la tolerancia del proceso en 18 personas.
Siguiendo la estela de Wyss-Coray, Jesse Karmazin ha decidido hacer algo más audaz y éticamente polémico, si no condenable: cobrar (unos US$ 8.000) a los voluntarios adultos mayores que quieren recibir el plasma de adolescentes y jóvenes. Es lo que hace su start-up, Ambrosia, en una clínica privada californiana. Karmazin ha “vestido” su proyecto de una presunta investigación en la cual se medirían los cambios en biomarcadores corporales, luego de recibir dos litros de plasma de una sola vez. El problema es que el trabajo no tiene grupo control o “ciego”. Esto es: no existen voluntarios a los que se les inyecte una solución inocua sin plasma y que sirvan para comparar los efectos del plasma. Y ésa es una sola de las objeciones a su propuesta.
Es probable que las transfusiones de plasma sí puedan tener efectos benéficos en algunas personas. Después de todo, las transfusiones de sangre obviamente los tienen, lo mismo que inyectarse suero, estando deshidratado o desnutrido. Incluso, tomar un par de vasos de leche humana recién salida de una teta materna, con su carga de bacterias probióticas, es casi seguro que ayudará a muchos de quienes sufren problemas estomacales, luego de una vida de antibióticos. Pero, ¿rejuvenecer?
La idea de un líquido con tal efecto cruza la Historia de Occidente. Desde la infame condesa que se bañaba en sangre de vírgenes -asesinadas, aclaremos-, pasando por las leyendas de brujas que robaban su belleza a las inocentes campesinas y la búsqueda de la fuente de la juventud que Ponce de León en La Florida, hasta los jugos actuales con extracto purificado de resveratrol en la actualidad y el fasting o restricción calórica.
Pero la “juventud” es un estado complejo. La medimos, indirectamente, observando el largo de los telómeros, la concentración de toxinas protéicas en el recién descubierto sistema neurolinfático del cerebro, en la efectividad del trabajo de las mitocondrias (heredadas sólo de las madres), en los niveles de colágeno en la piel y de testosterona en la sangre. Y así. Lo que medimos menos, o en absoluto, es ¿cuál es la relación entre, por así llamarla, “la disposición juvenil de curiosidad y afecto por la existencia”, con nuestras emociones y vida social. Y, sólo luego, la fisiología.
El gran experto en stress, Robert M. Sapolsky ha dedicado toda su vida a estudiar este último tema en los humanos, los primates y otros animales. Y sus conclusiones, vastas y concretas, muestran que más que con la “importada” por vía de una sustancia, el buen vivir se logra y se expresa (ya que es un asunto de ida y vuelta) por medio de la robustez metabólica. Con lograr un metabolismo flexible que, en algunos casos, hasta mejora su eficiencia en el tiempo.
En pocas palabras: sucede que amar y trabajar, con un buen manejo del stress, nos mantendrá más jóvenes que cientos de litros de transfusiones de sangre juvenil. Y sin la necesidad de usar barba de vampiro hípster.