La crisis por la que atraviesa Venezuela podría dañar las aspiraciones del presidente Hugo Chávez de lograr la reelección en 2012.
Luego de una década chavista, para los venezolanos de cualquier bandera política resulta sencillamente agobiante contemplar la perspectiva de una nueva contienda electoral. Sin embargo, difícilmente haya hoy alguien en todo el país que quiera apartar de sí el incordio de otra pugnaz campaña con más ardor que el mismísimo Hugo Chávez.
La razón de ello es que todo indica que las elecciones parlamentarias de septiembre de este año pueden significar que sus anhelos de reelección en las presidenciales de 2012 se vean indefinidamente aplazados.
Pese a que todavía en alguna prensa extranjera —en especial la europea— prevalece la idea de la invencibilidad electoral de Chávez, lo cierto es que, hablando estrictamente desde diciembre de 2006, Chávez no obtiene una victoria aplastante, del tipo a que se aficionó a partir de 1998, cuando ganó por vez primera la presidencia de Venezuela. En efecto, Chávez venció por avalancha en el referendo convocado en 1999 para validar la Constitución surgida aquel año del Congreso Constituyente y, más tarde, del mismo modo contundente, en el controvertido referendo revocatorio de 2004, convocado por la oposición.
Este cronista juzga que la acusación de fraude electrónico que la dirección política de oposición no pudo hacer valer entonces —ni ante los propios venezolanos ni ante la comunidad internacional— no fue la causa eficaz de aquel triunfo.
En aquella “victoria” obraron, más bien, los convencionales vicios del ventajismo populista latinoamericano, puesto en trance electoral. Muy especialmente, funcionó la extorsión del voto de la burocracia estatal en un país donde el petroestado emplea al 70% de la población económicamente activa. Hubo, además, un grotesco elemento que condicionó los resultados a favor de Chávez: la “lista Tascón”, así llamada por el apellido del diputado chavista que la hizo famosa. Se trató, simplemente, de la lista de millones de ciudadanos que, en 2003, firmaron la solicitud de referendo revocatorio.
Violando el secreto del voto, el colegio electoral venezolano, aquí llamado Consejo Nacional Electoral, cedió inconstitucionalmente al diputado oficialista Luis Tascón la lista de todos los electores de oposición. La lista ya había sido recusada maliciosamente por el mismo colegio por presuntos errores de forma, obligando a la oposición a recoger nuevamente las firmas.
Esta lista, que aún hoy circula libremente en discos compactos adquiribles a los buhoneros callejeros, ha servido durante todos estos años, ni más ni menos, que como un minucioso catastro de opositores y un mecanismo de terror. Ella es consultada por el gobierno antes de otorgar contratos, hacer nombramientos en la administración pública, conceder pasaportes, etcétera. Gracias a ello, a partir de esos años, ha imperado en Venezuela un virtual apartheid político que no dejó de tener efectos electorales. El más importante, y ciertamente el más trágico para la oposición, fue la elevada cuota que el abstencionismo militante llegó a alcanzar en vísperas de las elecciones parlamentarias de 2005.
Los abstencionistas de ayer, corrigen el tiro. En aquel año la dirección política opositora, colegiadamente integrada por lo que quedaba del viejo bipartidismo y por numerosas agrupaciones de la llamada sociedad civil, en lugar de conducir a su electorado, prefirió ponerse a la zaga del general sentimiento de frustración y desconsuelo de la masa electora opuesta a Chávez.
Esta última, imbuida todavía de la llamada “antipolítica” que hizo posible la llegada de Chávez al poder, se hallaba persuadida de que el colegio electoral estaba en capacidad de torcer cualquier resultado a favor del líder bolivariano.
La gente preguntaba con despecho: “¿Para qué votar?”, y la clase política no atinó a decir ni a hacer nada de provecho ante esa pregunta. Los partidos, persuadidos de la mala conciencia de saberse menospreciados desde antiguo por el elector medio, decidieron halagar al universo opositor dándole la razón.
Surgió entonces la peregrina idea de boicotear las parlamentarias, con el argumento especioso de que un abstencionismo militante “deslegitimaría” al régimen y precipitaría su caída.
El resultado de semejante desatino ha sido que Chávez ha contado durante cuatro años con una Asamblea gozosamente al servicio de todos sus designios. Como contrapartida, el abstencionismo radical de la oposición ha perdido hoy toda beligerancia. Quienes fueron voceros principales del abstencionismo en 2005, hoy son los más empeñosos en revertir los efectos de aquel garrafal error de cálculo.
Es así que actualmente hay consenso, no sólo entre la dirección política opositora, agrupada en un organismo llamado “Mesa Democrática”, sino entre la masa adversa a Chávez, de que es imperioso, si no ganar, al menos recuperar presencia en la Asamblea como un modo de profundizar la grave y ya inocultable crisis política que se vive en el interior del chavismo. Crisis que muy bien puede entrabar las aspiraciones de Chávez de hacerse reelegir en 2012.
Desde 2007, los votos de Chávez no hacen sino bajar. Considérese: en diciembre de 2006, Chávez ganó las presidenciales con siete millones trescientos mil votos; el 62,8% de las boletas emitidas. Justo un año después, en diciembre de 2007, el referendo con que Chávez buscaba aprobar una serie de reformas a la “Constitución más perfecta del mundo”, perdió por estrecho margen, con una abstención que sobrepasó el 37%. Lo más significativo fue que, en sólo 12 meses, a Chávez “se le perdieron” casi tres millones de votos. Dos millones setecientos setenta y nueve mil, para ser exactos.
“Les gusta el tipo”, fue el unánime juicio de los analistas; “pero no el socialismo que les propone”. De entonces a la fecha, la oposición ha venido a más en todas las confrontaciones, pese a las añagazas del colegio electoral. Los años en que el predominio electoral de Chávez se expresaba monótonamente en una proporción de 60 a 40 a favor del Líder Máximo, han terminado, y ya todas las encuestas hablan de un claro predominio opositor en la intención de voto. Este predominio se nutre claramente del desencanto en el propio universo electoral de Chávez: los pobres.
Es así que hoy, cuando la devaluación de 100%, el racionamiento de agua y energía eléctrica fruto del despilfarro, la agitación sindical en el mundo siderúrgico, la criminalidad desbordada, una sorda guerra intestina entre facciones de la “boliburguesía” que se expresa en las quiebras de numerosos bancos y, last but not least, la ruptura de relaciones comerciales con Colombia agudizan el rechazo de más del 80% de los venezolanos en edad de votar, voces usualmente muy parcas y ecuánimes vaticinan que las listas de la oposición pueden arrebatarle el control de la Asamblea a Chávez en septiembre.
Por primera vez el “portaaviones Chávez” no luce capaz de echarse al hombro las candidaturas parlamentarias de sus desconocidos de siempre.
Según las reglas del béisbol, pasatiempo nacional de los venezolanos, un bateador tiene sólo tres oportunidades para intentar golpear la bola fuera del diamante. Cada vez que falla, el árbitro canta un strike. Cuando le cantan tres strikes, se dice del bateador que ha sido “ponchao” y debe salir del juego.
En los recesos entre un tiempo y otro del partido, las decenas de miles de asistentes a los juegos finales del campeonato de béisbol venezolano corean cada noche en el parque de béisbol caraqueño, como lo haría el árbitro al declarar “fuera” a un bateador: “¡Uno, dos, tres: Chávez, estás ponchao!”
Los tres strikes son la devaluación, los racionamientos y la inseguridad. Tres motivos nada ideológicos para dejar al Bolívar redivivo sin representación parlamentaria.
* Ibsen Martínez, escritor y periodista venezolano / Especial para El Espectador.com