Asesinos terroristas ejecutan a integrantes del semanario satírico francés Charlie Hebdo. El ministro Urresti es atacado por todos los frentes por sus comentarios sobre Alan García. La exitosa obra de teatro “La cautiva” es amenazada con acciones penales por tratarse supuestamente de apología del terrorismo.
Si todo lo que se dice le gustara a todos, no tendría ningún sentido discutir sobre libertad de expresión. Esta libertad nos gusta y disgusta al mismo tiempo. Nos gusta cuando expresamos lo que pensamos. Nos disgusta cuando escuchamos cosas que no queremos oír.
El premio Nobel de Economía Ronald Coase decía que todo daño tenía una causalidad recíproca. Este es causado por los dos lados involucrados. En un atropello se puede decir que el carro le rompió la pierna al peatón o que el peatón le rompió el faro al carro. Ambas afirmaciones son ciertas. Sin automóvil circulando no hay atropello. Sin peatón cruzando la calle tampoco.
Esto es perfectamente aplicable a los daños causados por expresiones de otros. No dudo que hay musulmanes que sufren por ver las caricaturas de Mahoma, que a Alan García le moleste lo que dice Urresti, o que a ex combatientes en las zonas de emergencia les disguste ver “La cautiva”. Pero esa molestia tiene dos fuentes. Una es lo que se dice. La segunda es la falta de tolerancia.
Un dicho anónimo dice que “Si exiges libertad de expresión debes aceptar la obligación de escuchar”. El daño que una expresión causa se resuelve de dos maneras: callando al que habla o tolerando lo que se dice. ¿Qué solución es mejor? ¿Hacer que uno calle u obligar al otro a tolerar?
La perspectiva liberal se inclina por la tolerancia. El callar es privar a alguien de su libertad. El tolerar, por el contrario, es admitir el ejercicio de ambas libertades. Como dice Guido Calabresi, a veces le corresponde a la ley no prohibir un acto, sino forzar a quienes no les gusta a mirar a otro lado. Mientras que la tolerancia deja abierto el diálogo, la respuesta crítica o el silencio voluntario, la censura cierra las tres cosas.
Entonces: ¿no debe haber límites a la libertad de expresión? La verdad es que casi ninguno. Como bien decía Augusto Álvarez Rodrich en su columna en La República, el único límite admisible es la ley. Pero la ley no puede poner cualquier límite.
El único límite aceptable debe ser el deber de no calumniar a otros, es decir, de no mentir sobre quiénes son. Decir que alguien es ladrón o corrupto o violador sin pruebas que lo acrediten causa un daño ilegítimo. Podemos obligar a que no se mienta de esa manera.
El considerar una opinión a favor del terrorismo, por el contrario, no parece un límite legítimo. Detesto el terrorismo. Me parece cobarde y sin ningún fundamento. Pero no creo que emitir opiniones que lo apoyen deba ser censurado o sancionado. Las respuestas a esas opiniones son la crítica y las ideas.
¿Y la blasfemia y el insulto? Creo que tampoco. Mi crítica frontal a una religión o mi expresión de desprecio hacia una persona son opiniones y tengo derecho a expresarlas, por más despreciables que puedan parecer.
Entiendo que ello no le gusta a muchos. Pero así es la libertad de expresión. Está en su esencia que su ejercicio disguste y moleste.
Mi amigo Aldo Mariátegui se quejaba de que nadie lo puede obligar a festejar las portadas de Charlie Hebdo. Pero además se quejaba de que la izquierda lo crucificó tildándolo de racista por sacar en la portada del diario Correo que una congresista no tenía buen manejo del español. Efectivamente, no está obligado a festejar las carátulas. Pero los izquierdistas no están obligados a no crucificarlo con sus opiniones. Quien reclama libertad de expresión está obligado a escuchar.
Finalmente, como dijo Chespirito: “De la libertad de expresión se puede decir que es algo tan grande que no cabe en los cerebros estrechos. Por tanto, el excedente se desborda convertido en algo que es evidentemente nauseabundo”.
*Esta columna fue publicada originalmente en el centro de estudios públicos ElCato.org.