La campaña electoral de 2016 se convirtió en una competencia de expedientes de corrupción, narcopolítica e historias personales inconfesables.
Los candidatos a las doce gubernaturas en disputa se concentraron en evidenciar las fortunas de sus adversarios y los excesos en el manejo de los recursos públicos de los mandatarios estatales.
De manera que los protagonistas de la temporada son los involucrados en las acusaciones que representantes del PRI, PAN y PRD se lanzaron en este proceso, particularmente en Veracruz, Tamaulipas, Oaxaca, Chihuahua y Durango.
Así que las elecciones de 2016 quedarán como aquellas que paralizaron al Senado en la tarea de concretar las leyes que darían sustento al Sistema Nacional Anticorrupción.
Y en el registro de los medios de comunicación, serán los comicios caracterizados por los destapes que los competidores hicieron de sus contendientes.
Pero más que una guerra de propaganda negra, atestiguamos decenas de piezas del rompecabezas que conforman el ejercicio del poder, historias de vida que vinculan a la corrupcion con los negocios, el conflicto de interés, la compra de bienes y los depósitos bancarios en el extranjero.
Le hemos llamado guerra sucia a esta forma de hacer campaña electoral. En estricto, son expedientes que nos muestran a una clase gobernante ocupada en retener el poder. No en ejercerlo.
Ha sido una campaña que ha consumado el descrédito de la política a cargo de los políticos.
En un primer plano, los perdedores de este proceso son los tres grandes partidos —PRI, PAN y PRD— enfrascados en un círculo vicioso de acusaciones mutuas de corrupción, pero incapaces de diseñar salidas para combatirla y castigarla.
Si nos limitamos a las historias que se lograron sembrar en la opinión pública, diríamos a manera de resumen caricaturesco que en Tamaulipas el narco tiene más fuerza que el INE, que en Veracruz no hay ni a quien irle, que en Oaxaca todos se sirven del erario con la cuchara grande y que los gobernadores hacen y deshacen a su antojo.
Pero la derrota de la legitimidad de una partidocracia que se ha desnudado corrupta y corruptora también arrasó en esta campaña electoral de 2016 con otros protagonistas del juego democrático.
Es evidente que los encuestadores dejaron de ser los centinelas de la competencia. No sólo porque la desconfianza de la gente descalifica sus reportes, sino porque el potencial votante les oculta deliberadamente sus intenciones.
Pero en esta guerra de lodo también salió herida la otrora disciplina del partido en el poder, en medio de una soterrada sucesión presidencial hacia 2018.
“La marca del PRI no vende”, susurran los priistas en una campaña en la que el logo de su instituto político tendió a desaparecer en la publicidad electoral y mientras su dirigente, Manlio Fabio Beltrones, afronta las dificultades propias de una estructura infiltrada por distintos intereses. Pero la mala imagen del partido en el poder no se transformó en una oportunidad para la oposición que, pese a sumar fuerzas, está literalmente padeciendo a los independientes.
El asunto se agrava en estados donde los abanderados sin partido se llevarán rebanadas de diez puntos, una cuota que podría tener José Luis Barraza en Chihuahua y que le harían falta para ganar a Javier Corral.
Frente a esas vicisitudes de la partidocracia, se afirma que el gran ganador de la temporada será Morena y su líder y candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador.
Es cierto que los celebrados spots del frijol con gorgojo, del avión presidencial que “no tiene ni Obama” y de los tan ladrones unos como rateros los otros, se han visto reforzados por las acusaciones de corrupción de los candidatos del PAN, PRI y PRD. También es cierto que frente a los señalamientos de peculado, pederastia o cómplices del narco, AMLO puede seguir predicando como el purificador de la vida pública y repartidor de absoluciones, siempre y cuando la jueguen con él.
Pero esa narrativa del tabasqueño, ganadora mediáticamente hablando, se diluye cuando el pretendido abanderado de izquierda se muestra en su dimensión humana como un hermano al que sólo le importa su meta política y es capaz de darle la espalda a los suyos por el pecado de irle a un partido diferente.
Estupefactos habíamos escuchado el deslinde de Alejandro Murat, candidato del PRI al gobierno de Oaxaca, al prometer que su padre, el exgobernador de la entidad, se autoexiliará, que vivirá fuera del país.
Historias escalofriantes del poder. Porque mientras el hijo renegado promete ser diferente, las crónicas de la secrecía electoral cuentan que José Murat opera a distancia a favor de su crío.
A la narrativa de la canallesca electoral mexicana de 2016 se suma AMLO y su hermano Arturo López Obrador, quien dice apoyar al candidato del PRI al gobierno veracruzano, Héctor Yunes Landa. La descalificación del presidenciable de Morena de que ése es un acto acomodaticio de alguien sin ideales, y el anuncio de que “por eso ya no tengo hermanos”, es tan dramático como revelador de la mezquindad plural que hoy marca a la política mexicana.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.