“La crisis consiste precisamente en que lo viejo se muere y lo nuevo no puede nacer; en este interregno aparece una gran variedad de síntomas morbosos”. Así caracterizó Gramsci los procesos de transición política. México se quedó atorado a la mitad de ese proceso, lo que se nota en materia política y, especialmente, en materia de seguridad. La política autoritaria es muy distinta a la política democrática. La pregunta es si nos encontramos en un proceso de transición o si estamos meramente estancados, como sugiere Gramsci, en un limbo interminable.
La evidencia es abrumadora, en el ámbito que uno quiera observar. Cuando el presidente denuesta a los miembros de la Suprema Corte por apegarse a lo establecido en la ley y no seguir sus órdenes, no hace sino hacer obvio que no existe separación de poderes ni respeto a las responsabilidades respectivas de los tres poderes públicos. Exactamente lo mismo cuando se utilizan medios gansteriles para forzar a una bancada a votar como prefiere el Ejecutivo Federal, un caso flagrante de extorsión.
En el ámbito de la seguridad, ni siquiera existe la pretensión de que el país se encuentra en un proceso de transición: en lugar de construir los cimientos de un sistema de seguridad natural y típico para una sociedad democrática (pretensión que es crucial con la existencia del Instituto Nacional Electoral), la respuesta a la creciente violencia se limita a enviar al ejército, institución que no tiene las habilidades o capacidades para lidiar con el fenómeno.
Las transiciones hacia la democracia que emprendieron naciones como España y varias en el sur del continente sirvieron de ancla retórica para la construcción institucional que tuvo lugar en México en los noventa y cuyo resultado tangible fueron las dos instituciones electorales: el (entonces) IFE y el Tribunal Electoral. Esas dos entidades han sido clave para resolver el problema más candente de la política mexicana desde los ochenta: el acceso al poder. Aunque costosas, esas dos instituciones igualaron el terreno de la disputa política, profesionalizaron la organización y administración de los procesos electorales y le confirieron certidumbre a los ciudadanos y a los actores políticos. Se resolvió el problema de cómo acceder al poder, más no el de cómo nos gobernaríamos. Los problemas que hoy enfrentamos se derivan de esa ausencia.
Por tres décadas, un gobierno tras otro jugó a las pretensiones. Cada uno de ellos, desde los noventa hasta 2018, actuó como si las instituciones que se fueron construyendo -la Suprema Corte de Justicia, el IFE/INE, el Poder Legislativo, las entidades regulatorias como la Comisión Reguladora de Energía y la de Competencia- constituían verdaderos contrapesos al actuar presidencial. Gracias a la manera de ser y actuar del presidente López Obrador, hoy sabemos que todo aquello fue una mera ficción. Las entidades supuestamente independientes o autónomas eran vulnerables y propensas a la manipulación por parte de un presidente con habilidades políticas y, sobre todo, con absoluta indisposición a aceptar la existencia de contrapesos a su propio poder.
Como dijera el general prusiano von Moltke, ningún plan sobrevive el primer contacto con el enemigo. Los presidentes de 1988 a 2018 pudieron haber desmantelado aquel entramado institucional, pero optaron por respetarlo en aras de avanzar un proceso de (supuesta) transición democrática. El presidente López Obrador demostró que se trataba de una falacia, un castillo de naipes.
La realidad es muy clara: México ha dado enormes pasos en algunos ámbitos, pero sigue atrapado en un pasado autoritario en la mayoría de los otros. Peor, los mecanismos autoritarios de antaño ya no funcionan, por lo que todo ese México que se quedó rezagado vive sumido en un mar de violencia, extorsión, desigualdad y el consiguiente resentimiento. Ni autoritario ni democrático: un espacio difuso e inestable a la mitad del río.
Pero ese río es extraordinariamente riesgoso, inestable y propenso a la violencia. El gran éxito del presidente ha radicado en explotar los sentimientos y resentimientos de toda esa población (mayoritaria) que quedó atrapada en el camino, pero no le ha ofrecido solución alguna. Su respuesta ha sido meramente retórica: una retahíla permanente e interminable de palabras mañaneras que asignan culpas sin jamás asumir responsabilidades. Todo menos soluciones.
Lamentablemente, los ejemplos de transiciones como la española, chilena o coreana, por citar tres claramente exitosas, no son aplicables a México. En esas naciones, cada una en sus circunstancias, la transición fue integral: el objetivo era abandonar el pasado autoritario para construir una sociedad democrática. En México el objetivo se limitó a atender algunos problemas, especialmente los de confianza de los inversionistas y las disputas postelectorales. El objetivo no fue, ni es, la transición hacia una sociedad democrática.
Atrapados a la mitad del río, donde no funciona nada: no crece la economía, persiste la violencia y los resentimientos son brutales. La palabra la tiene la sociedad mexicana -toda ella- que, con su actuar y su activismo, tiene en sus manos la oportunidad de forzar la salida de este atolladero. La manifestación de hoy será una prueba de voluntades.