El regreso de Michelle Bachelet después de tres años de ausencia ha convulsionado la vida política de Chile. Su caso es notable como experiencia política, ya que dejó la presidencia con altos niveles de popularidad sin construir una sucesión para que la Concertación pudiera continuar en el poder. Mientras estuvo en el extranjero trabajando para Naciones Unidas prácticamente no se refirió a la situación interna, ni siquiera durante las gigantescas movilizaciones estudiantiles que cuestionaron el sistema político en su conjunto.
A su regreso, el 27 de marzo, anunció su candidatura para las elecciones presidenciales de noviembre despejando la incógnita dejada por su silencio. Ahora sus adversarios de la derecha saben que deberán lidiar con una mujer muy preparada, con experiencia y carisma, y tal vez la única capaz de evitar la continuidad de este gobierno, que no parece tener entre sus filas candidatos capaces de hacerle frente. Sin embargo, no es lo mismo dejar la presidencia con altos niveles de popularidad y mantenerlos mientras se está en el extranjero, sin participar de la vida cotidiana, que entrar al ruedo y enfrentarse a múltiples toreros dispuestos a encontrar sus puntos débiles y dejarla fuera de carrera.
Una de sus primeras definiciones al regresar tuvo que ver con el tema educativo, que se ha convertido en un eje central de la política chilena. El sistema educativo chileno fue elogiado y mitificado durante años por numerosos organismos internacionales, economistas y periodistas, principalmente los alineados con el neoliberalismo. Bachelet, al poco tiempo de asumir la presidencia, tuvo que enfrentar una revuelta de estudiantes secundarios, que puso al desnudo las serias deficiencias del elogiado sistema. En ese momento, los secundarios cuestionaron la educación segmentada para ricos y pobres, y su extrema mercantilización heredada de la dictadura, y que la Concertación –Bachelet incluida-, no modificó. En 2011, esto fue retomado y profundizado con la activa participación de los estudiantes universitarios contra el gobierno de Sebastián Piñera, en un cuestionamiento político más global.
Ahora, ya en campaña, Bachelet anunció que el primer proyecto que enviará al Congreso será “para poner fin al lucro y avanzar en la equidad de la educación en todos sus niveles”. Es posible que este anuncio sea leído en clave de guiño hacia el poderoso movimiento estudiantil que cuestionó al gobierno de Piñera y la Concertación por igual, y espera la aparición de algún político de fuste que retome sus ideas. Sin embargo, para concretar lo que propone, deberá enfrentar dos serios problemas, uno objetivo y otro subjetivo. En el plano objetivo, es un dato de la realidad que más de 800 escuelas municipales cerraron en estos últimos 20 años, tal cual lo consigna un estudio de la Fundación Sol, citado por varios medios de comunicación. Por otra parte, según la misma fundación, apenas el 36% de los alumnos está inscripto en colegios públicos. De estos números se desprende que fue durante el gobierno de la Concertación que más colegios se cerraron y que ésta también impulsó el modelo educativo heredado de la dictadura. Esto quiere decir que, si Bachelet realmente quiere transformar la realidad educativa, tendrá que revertir una situación extremadamente compleja y muy difícil de modificar.
Por otra parte, en el plano subjetivo debería enfrentar a miembros de su propio partido, y a numerosos aliados que defienden la práctica educativa basada en el lucro, porque fueron y son parte de ella. ¿Tendrá Bachelet la voluntad política de proponer un giro tan radical? ¿Estamos frente a una nueva Bachelet dispuesta a patear el tablero y aliarse a un poderoso movimiento social que no encontró un cauce institucional de reformas profundas? Esa es la gran pregunta que todos se hacen.
*Esta columna fue publicada originalmente en agencia Télam.