George Priest y Owen Fiss son profesores de la Escuela de Derecho de la Universidad de Yale. Ambos son muy distintos. Priest es un firme creyente de que la libertad económica puede ser el motor de desarrollo de una sociedad y de que el capitalismo es el mejor sistema económico que podemos tener.
Fiss, por el contrario, cree que el capitalismo no es el mejor camino para movernos hacia una sociedad más igualitaria y justa, e, inclusive, cree que puede ser hasta antidemocrático.
Ambos han tenido un especial interés por lo que ocurre en América Latina y, muy particularmente, por lo que pasa en el Perú.
Durante años, Priest y Fiss dictaron juntos un curso llamado ¿Democracia o Capitalismo?, en el que discutían con sus alumnos sobre qué hace que una sociedad sea justa y próspera, y si existía un conflicto entre el capitalismo y la democracia.
Hace 27 años yo llevé ese curso. Me llamó la atención, en ese entonces, que entre las lecturas de clase estuviera “El otro sendero” de Hernando de Soto, Enrique Ghersi y Mario Ghibellini. Recuerdo que las discusiones entre ambos profesores, y entre estos con sus alumnos, fueron profundamente reflexivas.
En los últimos 30 años, alrededor de una veintena de abogados peruanos ha estudiado su maestría en Derecho en la Universidad de Yale. Un número sorprendentemente alto para un país pequeño, tomando en cuenta que hablamos de un programa que solo admite de 25 a 30 alumnos por año.
Hace unos días, un grupo de esos abogados regresamos a Yale para replicar una de las clases de ¿Democracia o Capitalismo?. Con varios años de experiencia encima, volvimos a discutir lo mismo, pero concentrados en América Latina y, sobre todo, en el Perú.
La discusión giró en torno a dos asuntos: ¿Por qué el Perú, un país relativamente exitoso en haber logrado un importante crecimiento económico y una reducción espectacular de la pobreza, parecía atrapado en la dualidad entre economía formal e informal? ¿Por qué nuestro país tenía serios problemas para dar el salto y convertirse en una nación desarrollada?
Como es evidente, las dos horas de discusión no fueron ni remotamente suficientes para encontrar una solución a ambos problemas. La economía informal refleja una forma ineficiente de producción, que es incapaz de alcanzar economías de escala y que no puede acceder a tecnología e información para mejorar su productividad. Entre los problemas que discutimos también estuvieron el del acceso a una educación de calidad, la falta de un rol promotor del Estado para proveer conocimiento y la desigualdad.
Pero, sin duda, el principal de todos los tópicos que abordamos fue la falta de institucionalidad. El Consenso de Washington, que impulsó en esta parte del continente programas de estabilización económica (conocidos como ‘shocks’), fue efectivo para sacar a los países de la espiral viciosa en la que habían caído por la irresponsabilidad, el populismo y el desgobierno. Las privatizaciones y la desregulación generaron los incentivos adecuados para atraer una mayor inversión, lo que a su vez impulsó un crecimiento económico y una marcada reducción de la pobreza y la desigualdad. Todos coincidimos en que a los países que se alejaron de los principios empujados por dicho consenso no les fue bien, y que, en cambio, todos los que siguieron esa receta mejoraron.
Pero también coincidimos en que el Consenso de Washington fue una receta incompleta. Y que la preocupación de este pacto por establecer reglas de juego estables y creíbles –lo que conocemos como ‘instituciones’– fue claramente tímida. En efecto, el consenso no mejoró el funcionamiento del Poder Judicial ni el de la policía en los países que lo aplicaron. Sin estas dos instituciones fortalecidas, los derechos individuales, la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos no existen.
Y el mercantilismo, aquel sistema económico heredado de España caracterizado por un Estado que distribuye privilegios a los particulares –especialmente para hacer negocios–, continúa impregnado en todo el sistema, reduciendo así la capacidad competitiva que permite caminar hacia el desarrollo. En el Perú, todavía es mejor buscar las utilidades en los pasillos de los ministerios que en las preferencias de los consumidores en el mercado. Ello atrapa a la iniciativa empresarial en sobrerregulaciones y trámites absurdos.
La conclusión de nuestra reunión fue que se tomaron pasos en el sentido correcto, pero que nos conformamos con avanzar solo un poco, en lugar de hacerlo de verdad. Y es que el desarrollo económico no es posible de sostener sin contar con aquello que los anglosajones conocen como ‘the rule of law’ o Estado de derecho. Sin esas reglas, corremos el riesgo de regresar sobre nuestros pasos y perder todo lo que ya hemos avanzado.
* Esta columna fue publicada en ElCato.org