El presidente y su gobierno parecen haber descubierto recién que la flexibilidad laboral es conveniente. La última semana, ya con un proyecto de ley presentado al público, varios hemos notado que en éste, de flexibilización, hay más propaganda que sustancia.
Se borra con una mano lo que se hace con la otra. Por ejemplo, por un lado se propone que los empleadores puedan reducir la semana laboral a 30 horas, pero por otro se prohíbe repartir utilidades a las empresas que utilicen este paro parcial hasta que cancelen la semana laboral completa de 40 horas a todos sus trabajadores, incluso a aquellos que no laboraron esas 10 horas adicionales. De manera que esta flexibilidad solo favorecería a aquellas empresas que incurren en pérdidas.
Pero incluso si tuviéramos la política laboral ideal, si no recuperamos el crecimiento económico no habrá demanda de trabajadores y no se podría culpar de esto a la política laboral.
¿Por qué la economía ecuatoriana, que hasta hace poco algunos tildaban de “milagro ecuatoriano”, está en declive? Porque se pinchó la burbuja en el sector público que el gobierno de la Revolución Ciudadana infló durante casi una década, cosa que pudo hacer gracias a la buena suerte de coincidir en el poder con ingresos inusualmente altos del Estado.
Vivimos una ilusión de riqueza y ahora nos están despertando con un balde de agua fría de esa ficción. Como explicaba Xavier Sala-i-Martin de la misma ilusión que afligió a los españoles durante su burbuja inmobiliaria: “Muchos creyeron que hacerse rico era cosa fácil y, sin pensar que la burbuja generaba una importante demanda artificial que tarde o temprano iba a desaparecer, dejaron de invertir en mejorar la productividad de sus negocios”. Además, agrega Sala-i-Martín, los gobiernos “dilapidaron los extraordinarios ingresos fiscales que la burbuja generaba. Incluso se jactaban de mantener superávits fiscales sin darse cuenta de que eran temporales ya que sus ingresos dependían de la burbuja y desaparecerían con ella”.
Se realizaron muchas “inversiones” que equivalen a consumo. ¿De qué sirve construir aeropuertos que casi nadie usa, movimientos millonarios de tierra para una refinería que tal vez no se construirá, carreteras con poco tráfico, una central de almacenamiento sin gas qué almacenar, etc.?
Varios hemos venido insistiendo, incluso antes de que se pinche la burbuja, que es necesario reducir el gasto público a niveles sostenibles. Considerando las cifras de ejecución presupuestaria a enero de este año, ahora el gobierno pareciera estarlo reduciendo aún en contra de sus creencias. Sin embargo, se niegan a adoptar una verdadera estrategia de reducción del tamaño del Estado.
A quienes advertimos que es imperativo realizar este ajuste fiscal por el lado del gasto, nos tildan de “neoliberales” o de insensibles antes el “costo social” implicado. Pero como indica el economista argentino Roberto Cachanosky: “Me parece que hemos caído en tal locura de gasto que el Estado...parte de la siguiente premisa: ¿cuánto puedo exprimir al contribuyente para llevar la carga tributaria al máximo y así financiar la colección de programas populistas que tengo en el presupuesto? El principio es cuánto puedo explotar al contribuyente, no qué gastos necesito para tener un Estado austero y eficiente”.
El llamado “costo social” es inevitable, la cuestión es diagnosticar bien los orígenes de del problema para no perder tiempo con recetas equivocadas.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.