"A veces estamos demasiado dispuestos a creer que el presente es el único estado posible de las cosas", escribió Marcel Proust. La frase del escritor francés, autor de En busca del tiempo perdido, es válida para la manera en que los chilenos estamos acostumbrados a ver la formación universitaria: mediante carreras de cinco años, fundadas en un currículum esculpido en piedra. En mi caso, una formación en economía y negocios con una ventanita pequeña y simbólica al libre albedrío, en la forma de algunos ramos optativos y otros de "formación general". Recuerdo haber tomado Finanzas Internacionales y Lectura de Poetas. Claro, fue hace… mucho tiempo.
Lo curioso es lo poco que ha cambiado la oferta universitaria en estas décadas (en mi caso tres) desde que egresé y salí al mercado laboral, exactamente la semana en que cayó el Muro de Berlín. Tres décadas en que todo cambió: los mercados del trabajo, la tecnología, el comercio y las finanzas internacionales, la ciencia, el genoma, las redes, la demografía, las maneras de crear y distribuir conocimiento.
Sin embargo, las carreras siguen planteadas en nuestro país por un período de cinco años, en los cuales el estudiante se enfoca a aprender contenidos en un área del conocimiento concebida como un compartimiento estanco. Elija arquitectura, ingeniería, leyes o medicina, debe definir su devenir profesional a los 18 años, en un ámbito acotado y con el timón en una sola dirección, venga lo que venga, llueva, truene o haga calor.
Ya sabemos que en todo sector existe resistencia al cambio, pero valdría la pena buscar explicaciones al por qué el modelo de vida de hace 70 años sigue tan afianzado en nuestras universidades tradicionales, sean estatales o privadas.
Y no es solo un problema relacionado a la duración nominal de una carrera. Un informe de la OCDE señaló que en Chile los estudiantes tardan un promedio de 6,32 años en recibirse, mientras que en los otros países de la OCDE este lapso es de 4,32 años. Las carreras se extienden durante un año y medio en promedio. Los costos de deserción y cambio de carreras son enormes. Por ahí cae, pesada y llena de culpa, la palabra fracaso. ¿Pero quién es el que fracasa? ¿El alumno o el sistema? Si la educación es un servicio donde la decisión se toma años antes de percibir el beneficio en su integralidad, y donde las asimetrías de información campean, miles y miles de jóvenes chilenos terminan como personajes (secundarios) intentando recuperar el Tiempo Perdido. Un problema económico y social, de asignación de recursos, becas estatales, presupuestos familiares, etc.
Se habla mucho de innovación curricular. Se han hecho estudios, diagnósticos. Se han organizado foros y debates. Se han pagado consultores. Una de las pocas universidades tradicionales que lo ha llevado a la práctica es la PUC, que –desde 2009– ofrece un programa tipo college dividido en 3 grandes áreas: arte y humanidades, ciencias sociales y ciencias naturales y matemática. Según datos del propio plantel, el 10% de la población de pregrado sigue alguno de ellos.
Una alternativa como ésta parece más adecuada a un mundo que exige la flexibilidad como valor. En ella, los estudiantes obtienen una licenciatura y, según su rendimiento académico, pueden optar a un número mayor de salidas que el del sistema rígido tradicional: programas de magíster y/o doctorado, programas de titulación. Pienso en las combinaciones de ramos que habría seguido de tener al alcance un modelo así.
Se trata de uno que está todavía en rodaje. Comenzó en 2009 y queda por verse qué hace y cómo se desenvuelve la primera cohorte de sus egresados. Pero me atrevería a anticipar un crecimiento de los modelos de college, incluso en los planteles donde es más resistido. El presente, señores decanos, no es el único estado posible de las cosas.