Nací tres décadas después de concluir la Segunda Guerra Mundial. Con el tiempo transcurrido y el Atlántico de por medio, los detalles de ese conflicto me sonaban lejanos y ajenos. Así que crecí confiando, como varias generaciones de latinoamericanos, en que todo aquello era parte de una historia que no iba repetirse. Pero el germen de un nuevo Holocausto puede crecer en cualquier geografía y se nutre de elementos que siguen muy presentes en nuestras sociedades.
Allí donde la inequidad y la crisis sirvan de sustrato para la radicalización política y la polarización ideológica, donde se azucen los nacionalismos y los líderes apelen al populismo irresponsable para tapar sus propias fallas, el peligro de una conflagración está a la vuelta de la esquina. La paramilitarización de los cuerpos del orden, el terrorismo de Estado, los extremismos que barren con las posiciones moderadas y la humillación pública del que piensa diferente, son parte también del abono que hace crecer ese árbol torcido que puede madurar en un genocidio humano.
Quizás no son tiempos de máuseres, ni de bayonetas, pero las tecnologías y los avances científicos no impiden que terminemos convertidos en camisas pardas o en víctimas agonizando en una cámara de gas. La infraestructura actual puede ser incluso usada para extender con más efectividad el terror y proteger -a considerable distancia de la zona de conflicto- a los que aprietan el botón rojo de las mega explosiones. De un horror así solo puede salvarnos la educación.
Sin embargo, por enseñanza no debe entenderse solo el estudio del pasado, ni tampoco el mero esfuerzo institucional y social para que las voces de las víctimas de los campos de concentración sigan escuchándose y recordándose. No basta con discursos encendidos en las efemérides que evocan el espanto de Auschwitz, ni con monumentos que capturen el sufrimiento de millones de personas. Las aulas tienen que ser espacios para promover la cordialidad, la aceptación y la tolerancia. Los niños y jóvenes deben aprender a relacionarse sin imponerse, a debatir sin denigrar y a optar siempre por la conciliación y el acuerdo, en lugar de la confrontación. Pero educar para la paz y el respeto es una tarea titánica.
La labor se hace especialmente complicada en una América Latina marcada por los excesos demagógicos y por la impunidad, con demasiados antecedentes de violencia fratricida y militarismo sin control. La mayor esperanza para una región como la nuestra radica en fortalecer sus sociedades, sanear sus instituciones y lograr ciudadanos cada día más empoderados que desplieguen un activismo cotidiano, que logre poner freno a los excesos del poder y a los delirios de grandeza de ciertos caudillos.
Si a la olla de presión en la que vivimos agregamos la frustración social y el oportunismo de ciertas facciones para pescar en el río revuelto de la ira popular, entonces la urgencia sube de tono. No importa si es en Berlín, Tokio o La Habana, en cualquier lugar de este planeta puede estarse gestando el próximo drama de proporciones mundiales. Saberlo e impedirlo a tiempo es el mejor recordatorio que podemos ofrecer a las víctimas del Holocausto.