La “fuga” del senador boliviano opositor Roger Pinto Molina de la Embajada de Brasil en La Paz, en la que se asiló hace más de un año, sin que luego el gobierno de Bolivia le hubiera extendido el correspondiente salvoconducto, será uno de los casos que se recordará como un intento de desconocer una institución latinoamericana que honra a nuestros pueblos: el asilo para los perseguidos políticos.
Infortunadamente, esta actitud no es nueva, aunque son pocos los casos de renuencia, como la del gobierno de Bolivia, a honrar una tradición, ya consagrada en el derecho internacional de América Latina con la firma en Caracas, Venezuela, de la de la Convención de Asilo Diplomático de 1954. Se recuerda que el gobierno peruano de facto del general Manuel Odría, se negó en enero de 1949 a extender salvoconducto al dirigente de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), Víctor Haya de la Torre, acusado de instigar la rebelión contra el régimen de diciembre del año anterior. Finalmente, presionado por los países de América, el gobierno de de Odría accedió a que Haya de la Torre marche al exilio.
Este nuevo caso comenzó cuando Roger Pinto Molina, senador por la agrupación Convergencia Nacional, opositora al gobierno de Evo Morales Ayma, pidió una audiencia con el jefe de Estado –que este le negó– para entregarle informes sobre graves actos de corrupción y de los nexos de personeros del gobierno con el narcotráfico. Esto, por supuesto, causó gran inquietud en el oficialismo e inmediatamente llovieron juicios contra el senador, ante una justicia que no goza precisamente de confianza y de la que tantas veces se ha puesto en duda de su imparcialidad.
Estas acciones son las que en Bolivia se denominan “persecución política judicial”. En efecto, también están enjuiciados el dirigente opositor Samuel Doria Medina; los gobernadores opositores, elegidos en elecciones populares, de los departamentos de Santa Cruz, Chuquisaca, Beni y Tarija, Rubén Costas, Sabina Cuéllar, Ernesto Suárez y Mario Cossío (este último obtuvo refugio en el Paraguay); un antiguo aliado de Evo Morales, el izquierdista Juan del Granado, que fuera alcalde de la ciudad de La Paz, y el expresidente Jorge Quiroga y varios parlamentarios.
Una publicación digital afirma que “de acuerdo a información de Alto Comisionado de las Naciones Unidas (ACNUR) existían a enero de 2013 un total de 774 bolivianos exiliados”. “Muchos de estos exiliados debieron abandonar Bolivia luego de la declaratoria de Estado de Sitio y posterior militarización del departamento de Pando (Punto es oriundo de este departamento), dictada por el gobierno en el 2008. El diputado brasileño Zico Bronzeado (Partido de los Trabajadores) informó que el número de refugiados bolivianos en su país llegó a más de 1.000 luego del conflicto de Pando” (EJU! 25.08.2013).
El senador Pinto pidió asilo en la sede de la embajada de Brasil de La Paz, por considerar que era objeto de una persecución política, y que, además, su vida corría peligro. Esto lo hizo invocando la práctica y la tradición diplomática latinoamericana en esta materia y la Convención sobre Asilo Diplomático suscrita en Caracas el 28 de marzo de 1954.
Inicialmente todo parecía un pedido más de asilo político. El gobierno de Brasilia, prevalido de la facultad establecida en la citada Convención sobre Asilo Diplomático suscrita en Caracas, Venezuela el 28 de marzo de 1974, calificó al senador Pinto como perseguido político y merecedor, por ello, de la otorgación de asilo. Consternado el gobierno de La Paz, se apresuró en negar el salvoconducto porque Pinto, según su versión, habría cometido varios delitos y que, por ello, estaba procesado por la justicia ordinaria de Bolivia (estando Pinto asilado en la embajada, se dictó una sentencia que lo condenó a un año de prisión).
Las autoridades bolivianas esgrimieron –aún lo hacen– el artículo 3º de la citada convención de Caracas: “No es lícito conceder asilo a personas que al tiempo de solicitarlo se encuentren inculpadas o procesadas en forma ante tribunales ordinarios competentes y por delitos comunes, o estén condenadas por tales delitos y por dichos tribunales, sin haber cumplido las penas respectivas, ni a los desertores de fuerzas de tierra, mar y aire, salvo que los hechos que motivan la solicitud de asilo, cualquiera que sea el caso, revistan claramente carácter político”. Pero se pasa por alto la última parte del artículo 4º de la misma convención que establece: “Corresponde al Estado asilante la calificación de la naturaleza del delito o de los motivos de la persecución”. Brasil calificó el caso del senador Pinto, como una persecución política, y muy difícilmente cambiará esta calificación, salvo que se inicie una acción de extradición, con el Senador ya en territorio brasileño, y que, eventualmente, se obtenga un fallo de la justicia brasileña aceptando un pedido del gobierno boliviano.
La salvedad establecida en el artículo 4º de la citada convención es una sabia previsión, pues impide que un régimen encause arbitrariamente a un político perseguido, evitando así que se le conceda el beneficio del asilo. Habrá que repetir que esa garantía consiste es otorgar al Estado asilante la facultad de la calificación sobre la calidad de quien solicita la protección, como perseguido político o delincuente común.
Esto seguramente lo saben los jerarcas del gobierno, pero pudo más la porfía. A medida de que se acumulaban las declaraciones agresivas del presidente, del vicepresidente, de varios ministros, de los parlamentarios oficialistas que encabezan las cámaras de senadores y diputados y otros dirigentes del gobernante Movimiento al Socialismo, el propio gobierno cerraba las puertas a para una salida honorable.
Como sucedió con el dirigente del APRA del Perú, Víctor Haya de la Torre, todo indica que el senador Roger Pinto, quedará en el Brasil como el asilado boliviano número 775.