Según el nuevo dogma, en 2019, se crearon las condiciones para que la economía mexicana, y el país en general, entren en una etapa de elevado crecimiento y desarrollo este año. La conclusión -finalmente- del nuevo tratado norteamericano, el aumento en los salarios mínimos y la estabilidad financieras son las anclas que permitirán la tan esperada transformación. Ya solo falta que quienes toman decisiones de ahorro e inversión se sumen.
El nuevo mantra tiene sentido, pero no realidad. Los logros tan festinados por el presidente del CCE y sus contrapartes en el gobierno -indistinguibles unos de los otros- son condiciones útiles, más no suficientes: la inversión y el ahorro fluyen cuando existen los elementos, tanto objetivos como subjetivos, favorables al crecimiento.
Entre las condiciones objetivas se encuentran sin duda las mencionadas en el primer párrafo, más no son suficientes: en el siglo XXI tanto la inversión como el ahorro ven al mundo como su espacio de acción, lo que implica que México literalmente compite con todo el resto del planeta para afianzar proyectos de desarrollo en nuestro territorio. En términos netos, la atracción de la inversión requiere condiciones apropiadas para ello, mismas que van desde la macroeconomía hasta la infraestructura y el marco legal. Sin embargo, el gobierno ha cambiado las reglas del juego y el marco legal y ha abandonado cualquier pretensión de allanarle el camino a los inversionistas, además de que no ha avanzado en materia de seguridad. En adición a lo anterior, el nuevo TLC fue diseñado por el lado estadounidense para no incentivar la inversión en industrias clave para México como la automotriz. En consecuencia, los factores objetivos que son indispensables para atraer la inversión no son conducentes a satisfacer la retórica gubernamental y de su personero privado.
Por el lado subjetivo las cosas son mucho más complicadas, pero también más transparentes, porque el presidente ha hecho todo lo posible por minar la confianza que es clave para que se materialice la inversión y el ahorro. Desde la decisión relativa al aeropuerto hasta la forma de decidir sobre proyectos como el tren maya y la refinería de Dos Bocas, cualquier observador neutral no puede más que concluir que el único patrón discernible es la voluntad de una persona. Agravando esta circunstancia se encuentra la eliminación (de jure o de facto) de todo contrapeso en materia regulatoria: entidades que fueron creadas a lo largo de los años precisamente para conferirle certidumbre al inversionista. La forma en que la (nueva) CRE* le abrió la puerta a PEMEX para que incurra en prácticas depredadoras en la venta de gasolina habla por sí misma. En una palabra, la ausencia de contrapesos e instancias (razonablemente) autónomas que limiten los excesos gubernamentales o, al menos, que los evidencien, constituyen frenos absolutos a cualquier proyecto de inversión.
Las condiciones tanto objetivas como subjetivas hacen muy difícil suponer que la economía se va a reactivar de una manera significativa en los próximos meses, esto incluso con los proyectos de infraestructura que están en ciernes. La pregunta es si hay algo que pudiera hacerse para cambiar el panorama.
Hay dos caminos muy claros: uno funcional y otro ambicioso. Por el lado funcional, hay cosas en que el daño que se ha hecho no es (todavía) catastrófico y donde, con relativamente pocas acciones, podría alterarse la perspectiva. El caso de la energía es, con mucho, el más obvio: en este ámbito no se ha cambiado la legislación y, con excepción (no menor) de la composición del consejo de la CRE y de la CNH**, instituciones clave para el funcionamiento del sector, el gobierno sólo ha dejado de llevar a cabo licitaciones. Recrear condiciones para el relanzamiento del sector no es algo inconcebible y tendría el doble efecto de fortalecer el lado pragmático del gobierno y alentar el desarrollo de un sector que es clave bajo cualquier premisa. Si además se restablecieran condiciones para energías renovables, el panorama mejoraría. Nada de esto cambiaría dramáticamente la perspectiva, pero sí permitiría revertir las peores tendencias que hoy se perfilan.
La salida más ambiciosa, esa que permitiría no sólo sacar adelante el resto de este sexenio, sino modificar para bien el futuro general del país, requeriría una serie de reformas que ninguno de los gobiernos de las pasadas cuatro décadas estuvo dispuesto a contemplar y para las cuales el presidente López Obrador cuenta no sólo con la legitimidad, sino con el apoyo popular para llevarlas a cabo. El país requiere reformas profundas para atacar los verdaderos lastres con que carga el país, como la pobreza y la desigualdad, y estas implicarían atacar grupos de poder que se han dedicado a impedir el desarrollo en Guerrero, Oaxaca y Chiapas; a sindicatos abusivos que expolian de manera cotidiana; a la estructura político-legal que crea feudos en los gobiernos estatales; y, en general, a la maraña de intereses que depredan, extorsionan y corrompen como actividad cotidiana.
Si el gobierno de verdad quiere avanzar el desarrollo del país, la agenda no es pequeña, pero sus activos para lograrla son enormes.