Se dice que el sexo mueve al mundo. Y no me refiero a la industria pornográfica sino a la forma mayoritaria de reproducción de los seres vivos. El color de las flores, el canto de los pájaros, la poesía trovadoresca, todo es sexo. Formas de cortejo y seducción que permiten la existencia y los vegetales, las aves y los seres humanos. Pero la gracia del sexo no es solo que muchos lo pasan bien practicándolo: gracias al sexo la mayoría de la población es sana y saludable, y los que están expuestos a enfermedades degenerativas no llegan a comprometer la sustentabilidad de la especie.
El sexo opera como un croupier genético; baraja las cartas de manera tal que las mutaciones buenas (las que dan ventajas a la hora de sobrevivir) superan estadísticamente a las malas.
Esto ocurre porque al interior de cada bracito de cromosoma hay millones de genes, y con la fecundación ocurre una especie de milagro: cada una de las dos células sexuales duplica su plantilla de cromosomas. En vez de dos pares hay cuatro, lo que duplica la posibilidad de anular los genes “malos” si no al nivel del individuo, sí a nivel de la población.
El sexo es también la razón por la que la multinacional Monsanto no se va a apoderar de las semillas de la humanidad, como claman y pronostican de manera apocalíptica algunos grupos ambientalistas. Al menos si del sexo depende.
Mucho se habla de la “contaminación” de semillas tradicionales por los frankenseeds de Monsanto. Que basta un soplo de viento para que, a la larga, desaparezca el maíz mexicano, o la papa andina. Esta noción ingenua de la genética, que han abrazado de manera acrítica muchas almas buenas, es la razón por la que el debate sobre los OGM no avanza. Pero afortunadamente un caso de arbitraje de la Cámara de Comercio de Santiago, en Chile, ha puesto el primer grano en develar la verdadera naturaleza de los transgénicos. En un juicio que enfrentó al agricultor José Pizarro Montoya contra la filial chilena de Monsanto muestra claramente como el modelo de negocios de la multinacional se base en esconder su gran debilidad.
Según lo que se ha filtrado a la prensa chilena, Montoya fue contactado en 2008 por Monsanto para sembrar maíz transgénico Roundup ready porque no había maíz convencional cerca. La primera temporada logró una buena cosecha transgénica y cosechó buenas utilidades, y se entusiasmó. Pero al año siguiente Monsanto, según acusa Montoya, quiso hacer un experimento con él: sembrar hileras de hembras de semilla transgénica y machos de semilla híbrida en proporción 4:1. El resultado era esperable: solo un tercio de la cosecha de Montoya mantuvo el gen transgénico… y por lo tanto los resultados económicos para él fueron desastrosos. Arruinado, acosado por los bancos, demandó a Monsanto por incumplimiento de contrato.
El ballet cuasi perfecto del sexo y de la recombinación de los genes es el resultado de millones de años de evolución. En lo que toca a las especies vegetales, a estos miles de años se suman unos 8.000 desde la primera revolución agraria, cuando la humanidad aprendió empíricamente a ayudar al sexo cruzando y recruzando semillas que portan una descendencia más fuerte de trigo, maíz, etc. Es por esto que golpea la ingenuidad de quienes creen que una semilla creada en Saint Louis, Missouri, podría ganarle a la Naturaleza en un duelo sexual cuerpo a cuerpo. El caso más flagrante es el del maíz de Oaxaca. Se denunció su contaminación. Se hicieron pruebas. Algunas encontraron trazas de ADN transgénico. Otras no. Fueron tomadas en distintas poblaciones y en distintas temporadas. No han vuelto a aparecer. ¿Por qué? Simplemente gracias al baile del sexo en el momento de la recombinación de los genes.
El gen patentado por Monsanto es una anomalía puntualísima en un bracito del cromosoma, un gen-robot confiere tan solo un rasgo distintivo: tolerancia a un herbicida que produce la propia Monsanto. Es un gen tan “freak” y poco agraciado que le cuesta encontrar pareja en esta fiesta que sexual que se desarrolla hace miles y miles de años. Suéltelo en los campos donde el herbicida de Monsanto no opera como predador natural, y la sabia Pachamama lo absorberá como una gota de agua en el desierto.
No digo esto para exonerar a Monsanto de la fama que se ha ganado. El modelo de negocios de Monsanto no es otra cosa que un monocultivo protegido por un sistema de patentes sobredimensionado. Como se sabe, consiste en un contrato que prohíbe guardar la semilla de una temporada a otra. ¿Por qué? Porque Monsanto esconde su propia impotencia frente al sexo. Es como un Dart Vader que se deleita en causar miedo. Pero llega a su casa, se saca el casco y frente al espejo aparece un viejecillo frágil.