Se repite, con razón, que la democracia, pese a ser imperfecta, es el mejor sistema que se ha creado para la vida en sociedad. Pero también es verdad que, los avances de las ciencias y la tecnología ocasionan cambios que en ciertas circunstancias ponen a prueba el sistema democrático.
La medición de la opinión general a través de las encuestas es uno de los nuevos factores que, en ocasiones, ponen en evidencia problemas e incongruencias en la práctica democrática que tendrán que ser resueltos tomando en cuenta el sentir ciudadano.
Las encuestas ya tienen más de siete décadas de ser practicadas por especialistas y, poco a poco, se han hecho mucho más fiables. En 1936, Gallup anticipó la victoria en las elecciones presidenciales de Franklin D. Roosevelt, lo que constituyó un hito en la historia de las encuestas de opinión pública. Luego, doce años después, una fallida predicción creó desconfianza en este tipo de sondeos. Fue el triunfo, en las elecciones de 1948, del presidente de Estados Unidos Harry Truman, cuando se había pronosticado su derrota frente al candidato republicano Thomas Dewey. El diario Chicago Tribune ya había diseñado su primera plana poco antes del cierre de los cómputos, seguro de la exactitud de los pronósticos, anunciando: “Dewey derrota a Truman”.
Sin embargo, el perfeccionamiento de las técnicas que se siguen ahora en las encuestas serias, hace que errores tan ostensibles sean cosas del pasado, sobre todo si las elecciones son “libres, justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo” (Carta Democrática Interamericana, Artículo 3).
Actualmente, además de medir el apoyo de los ciudadanos a una u otra candidatura para cargos electivos, es posible que los encuestadores ofrezcan, con alto grado de precisión, la aceptación o el rechazo de los ciudadanos a sus autoridades y gobernantes, y el apoyo o rechazo a leyes que dicta en el parlamento y a las medidas y decretos del Poder Ejecutivo. Esto ha puesto en evidencia dos expresiones de diferente connotación: legalidad y legitimidad. La primera -la legalidad-, cuando una medida o la dictación de una norma se ajusta a las leyes, independientemente de lo que la gente opine. La segunda -la legitimidad- cuando, además de la sujeción a la ley, los actos gubernamentales o las normas dictadas, no se contraponen en el momento de adoptarlas al sentir mayoritario de la ciudadanía. Hay en esto una valoración política –si se quiere moral–, pero no jurídica, pues en el campo legal prevalece el criterio de aplicar la ley con prescindencia de las opiniones ciudadanas expresadas en ese momento. Cuando se violenta la opinión mayoritaria -claro está, medida por encuestas- se presenta el caso de la ilegitimidad de lo actuado.
Un caso cercano es el de la aprobación por la Cámara de Diputados de Uruguay de un polémico proyecto de ley para legalizar el uso de la marihuana. A propósito, el columnista uruguayo Antonio Mercader, afirma: “Legislar contra la voluntad popular -como acaba de hacer el Parlamento con el proyecto de ley sobre la marihuana- es un camino peligroso. En una democracia representativa como la nuestra se presupone que el Parlamento sanciona leyes apoyadas si no por la mayoría de los representados, al menos por una gran parte de ellos. Cuando eso no ocurre, cuando los legisladores se divorcian de lo que desea la gente, cabe encender una luz de alarma”. Y continúa: “el propio (Presidente) José Mujica anunció que retiraría el proyecto si no lograba el respaldo del 60% de los uruguayos. Aunque una encuesta de Cifra publicada días antes de la votación reveló que ese respaldo apenas superaba el 25%, los legisladores del gobierno siguieron impertérritos hacia adelante y arrasaron incluso con la oposición interna encarnada en el diputado frentista Darío Pérez” (El País. Montevideo, Uruguay. 4 de agosto de 2013).
En el caso de Bolivia, esta conducta que lleva a la ilegitimidad de leyes y actuaciones se repite con pertinacia, como también sucede en muchos países con regímenes populistas que bordean, o ya han llegado, a la autocracia. Lo hacen con el argumento de que quienes dictan leyes, tienen el aval de haber sido elegidos por la mayoría ciudadana para decidir lo que es necesario para la nación. Pero esa mayoría cambia con frecuencia cuando se trata de asuntos concretos.
Las encuestas ya son imprescindibles para el político, el gobernante y el legislador que tiene el deber de escuchar la voz de los ciudadanos. Como no hay obligación legal para que se tome en cuenta la opinión mayoritaria, es frecuente que los que debieran ser consecuentes con la mayoría, aun la circunstancial, simplemente la ignoren.
Surge entonces una pregunta: ¿el voto mayoritario, recibido para ejercer funciones públicas, da autoridad para violentar la voluntad popular en temas específicos? Legalmente sí, moralmente no.
Pero, como en casi todo, el respaldo ciudadano mayoritario, en ciertas circunstancias, tiene ángulos oscuros. Se dice que los nazis –entonces no había encuestas– gozaban del apoyo de la mayoría de los alemanes, mientras cometían crímenes abominables, como el holocausto de pueblo judío. El circunstancial apoyo ciudadano en casos semejantes a este, no puede convertir el horror en algo legítimo.
El tema es muy amplio. Da para más análisis...