La semana pasada el Banco Central de Bolivia manifestó que en mayo la inflación había sido “de casi el 0%”, y más recientemente, el Instituto Nacional de Estadística sostuvo que el registro es de una deflación del -0.02%. ¿Esto significa el inicio de un proceso deflacionario, como se empieza a escuchar?
La última vez que el país vivió un escenario similar fue hace exactamente ocho años, vinculado, entre otros, al contexto internacional de caída de materias primas por la bancarrota de Lehman Brothers en 2008, pero que con el programa de monetización de deuda más grande nunca de la Reserva Federal, las materias primas rebotaron, los ingresos para el Estado se recuperaron, y con ellos el gasto a mansalva, el incremento del crédito y la consecuente deflación.
El argumento paranoico contra la deflación es que ante la caída sostenida de los precios, los consumidores entenderían que no merece la pena comprar hoy si mañana será todo más barato, forzando ajustes en los niveles de empleo y producción, y así además todo proyecto de inversión. Sin embargo, presumir que esto sucederá, también significa decir que los agentes nunca comprarán nada, lo cual carece de sentido.
Así pues, la nueva etapa inflacionaria que se pretende implementar de la misma manera que se lo ha venido haciendo al menos desde 2006, no sólo favorece a deudores en desmedro de acreedores, sino que, además, ya no va a provocar el auge que busca, ni mucho menos estabilidad, sino que va a terminar de precipitar una economía cada vez más delicada.
Veamos. El mecanismo de precios permite a los empresarios guiarse para identificar la viabilidad de sus proyectos, pero si la inflación los distorsiona, se les envía señales equivocadas provocando errores cualitativos, sistemáticos y generalizados de inversión; y lo mismo respecto de las tasas de interés, que si también se las distorsiona hace que gran parte de los préstamos se concedan a proyectos de inversión no viables. Entonces, la deflación no es más que la manifestación del inicio de la inevitable etapa del necesario cambio de los hábitos de consumo, y la liquidación de esos errores cualitativos de inversión que en un principio parecían viables y que reportaban datos macroeconómicos exuberantes, pero que más tarde el mercado descubre como ruinosos.
Ahora bien, ¿estamos en un proceso deflacionario? Ojalá la evidencia fuera más clara para ser optimista y decir que sí, porque significaría que se están depurando errores de inversión, pero si bien puede observarse que el proceso de ajuste generalizado y corrección empezó ya en 2013 con la desaceleración, al mismo tiempo se la ha tratado de combatir con nuevos programas inflacionionarios o que pretenden reinflar la burbuja, estimulando el gasto, el consumo y el sobreendeudamiento, pero que no han impactado tanto como quisieran en los artículos de consumo inmediato que están dentro del IPC, sino en los de consumo duradero que están fuera del IPC, y a cuyo efecto prefieren llamar auge.
Ahora la situación es considerablemente más delicada que en 2009, porque la economía no se deseacelera necesariamente por la caída petrolera, sino por el deterioro de las condiciones de la inversión sostenible. Si bien antes el auge se sostenía por los ingresos que permitía el inflacionismo de la Reserva Federal en las materias primas, y el inflacionismo local aliviaba de alguna forma el incremento sistemático de impuestos, ahora se pretende que estos últimos sean los que vayan a compensar la caída petrolera, y más aún cuando no se ha hecho los deberes con las cuentas públicas.
Primero, que no hay economía que crezca sosteniblemente en base al consumo, sino en base al ahorro correctamente capitalizado; y segundo, que las nuevas dosis de inflación van a seguir encareciendo la inversión, e impidiendo que los empresarios reduzcan costes para mantener sus empresas a flote y, por tanto, sostener bajas tasas de desempleo; y que, además, el mercado identifique los proyectos de inversión que deben liquidarse para liberar recursos.
La liberalización económica es imprescindible, pues, para que la economía se reajuste y la fuerza laboral se reacomode a una nueva realidad, permitiendo a los empresarios hacer algo que el Estado, por definición, no es capaz de hacer: generar valor de mercado mediante la identificación de problemas ajenos por resolver a cambio de un legítimo beneficio, y más aún cuando luego de una etapa de euforia generalizada sin precedentes, la cantidad de capital necesario en forma de ahorro se encuentra en el exterior, y no en forma de deuda, sino de inversión. Esta es la única manera posible de asumir la tan mentada diversificación productiva, y cuanto más se tarde en reconocerlo, mayor será el problema.