Lo vimos casi tropezar por el impacto de la noticia, aquel 4 de noviembre de 2008, cuando Aitza Aguilar, su secretaria privada, le anunció que era Juan Camilo Mouriño el tripulante del avión que se desplomó en Lomas de Chapultepec.
El duelo agobió durante varios días a Felipe Calderón. Y endureció su gesto de seriedad y distancia.
Sí, fue en la cobertura cotidiana de cientos de actos presidenciales que aprendimos a reconocer si aquella ceja levantada era señal de concentración o de un enojo contenido.
Acaso uno de los más significativos ocurrió el 23 de julio de 2011, en el Alcázar de Chapultepec, al manifestar su inconformidad con el señalamiento del escritor Javier Sicilia de que enfrentar por la vía militar al crimen organizado fue una decisión irresponsable: “ahí sí, Javier, estás equivocado… lo verdaderamente irresponsable hubiera sido no actuar”.
Como lo hizo decenas de veces para acentuar sus dichos, Calderón golpeó insistente la mesa con el dedo índice para defender su estrategia. Ahí se marcó el camino del no retorno.
Obcecado en sus objetivos, el hombre que este viernes dejó el poder ni siquiera entonces puso en duda la permanencia del Ejército y de la Marina en los operativos.
Al contrario: se tornó más enfático al calificar el comportamiento de la delincuencia, hasta plantear que el Estado afrontaba a “verdaderos terroristas”, en ocasión del incendio en el Casino Royale en Monterrey, con 52 víctimas, el 25 de agosto de ese 2011.
Fue cuando se filtró el agobio. El secretario particular Roberto Gil Zuarth llamó a los líderes y coordinadores parlamentarios del PRI y del PRD para transmitirles el mensaje de su jefe: urgía un cierre de filas, el mismo que les envió el 28 de julio de 2010 por el asesinato de Rodolfo Torre Cantú, candidato priista al gobierno de Tamaulipas.
Pero el respaldo nunca llegó. Y si bien el gobierno hacía compromisos de coordinación con los gobernadores, el tema de la seguridad careció del consenso requerido.
Mientras Calderón más afilaba su capacidad discursiva para repartir responsabilidades y exhibir el deterioro de policías locales, ministerios públicos y jueces, mayor era el vacío de sus interlocutores.
Insistente en la defensa de sus argumentos y de la convocatoria a que todos hicieran su parte, el ahora ex presidente perdió esa batalla. Y con ésta la posibilidad de lucir los éxitos: el amortiguamiento de los efectos de la recesión mundial, su capacidad de cabildeo en organismos multilaterales, y el diseño de políticas públicas que se tradujeron en centenares de obras sociales y de infraestructura, así como en indicadores macroeconómicos al alza.
Fue gracias a ese carácter que no le permite hacer equipo con los diferentes ni ajenos a sus apuestas políticas, que ganó algunas partidas, incluso en la Casa Blanca, donde en marzo de 2011 llegó dispuesto a concretar con Barack Obama el relevo del embajador Carlos Pascual.
Sin miramientos, Calderón había ventilado la molestia que le causaban las críticas hechas por el diplomático a Hillary Clinton sobre el desorden del gabinete de seguridad y la descoordinación entre las Fuerza Armadas, reveladas por los cables de WikiLeaks. Por eso, condicionó la marcha de la relación con Estados Unidos al cambio del embajador. Y así se lo concedieron.
Mas esa obstinación y perseverancia en alcanzar sus fines no siempre funcionó.
A veces por sus propias indefiniciones. Porque a pesar de la disciplina terca en los propósitos, hubo en Calderón una tendencia a dejar correr los dilemas hasta el límite.
Ese fue el caso de las alianzas electorales de 2010, PAN-PRD que públicamente negó avalar. Lo cierto es que éstas corrieron bajo sus instrucciones y lo alejaron en definitivo de la construcción de acuerdos con el PRI, descarrilando una de las ideas con las que quiso gobernar: tener aliados distintos para cada uno de los frentes y cuidar los tiempos en que éstos serían abiertos (cortesía de El Príncipe,de Maquiavelo).
Hubo otra alianza arrasada por los dilemas no resueltos y que se rompió a la mitad del camino: la que de facto asumió con el poder económico cuando éste se alineó a su candidatura y lanzó la campaña de que AMLO era un peligro para México.
La tarde del 12 de noviembre de 2009, a bordo del avión presidencial con destino a Singapur, atestiguamos quizá el mayor disgusto expresado ante la prensa. Estaba iracundo y se desahogó frente a las grabadoras: acusó a la iniciativa privada de haber erosionado la posibilidad de un acuerdo político con medidas fiscales anticrisis. Aquel pleito marcó el sexenio.
Por supuesto que también reía y disfrutaba sus triunfos, como en octubre de 2010 con la extinción de Luz y Fuerza del Centro. Y ahí están las imágenes.
Pero como el carácter y la dimensión humana se traslucen aún más cuando encaramos dolores y frustraciones, en mi libreta de reportera se quedaron los apuntes aquí compartidos. Como la imagen del desánimo que emergió en Los Pinos una vez que el 5 de febrero pasado Ernesto Cordero perdió la candidatura blanquiazul frente a Josefina Vázquez Mota.
Calderón lucía triste. Estaba de duelo político. Sin entusiasmo por la campaña, comenzó a prepararse para este sábado, cierto de que viviría una de las escenas que seis años atrás pensó evitar con una Presidencia exitosa: el regreso del PRI al poder.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.