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Fujimori: la herencia del samurái de los Andes (parte II)
Lun, 08/01/2018 - 08:27

Hernán Ramos

Eduardo Castro-Wright: en la puerta del horno se le quemó el pan
Hernán Ramos

Hernán Ramos es economista, editor, escritor, docente universitario, consultor internacional en economía y medios latinoamericanos. Fue editor general del Diario El Comercio de Quito, Editor-Fundador del Semanario Económico Líderes. Colabora habitualmente con medios de Colombia, Argentina, México. Escribe sobre temas económicos, sociales, políticos que interesan a la región.

Para comprender la influencia de Alberto Fujimori y del fujimorismo sobre la realidad peruana, se requiere abrir el abanico de la historia política y contextualizar al personaje y su entorno. El año de arranque fue 1934, cuando el matrimonio Naochi Fujimori-Matsue Inomoto (oriundo de la lejana prefectura japonesa de Kumamoto) arribó al puerto del Callao con la esperanza de días mejores. Seguramente, los Fujimori-Inomoto nunca imaginaron lo que vendría después.

"Naochi empezó a trabajar como sastre y luego junto con su esposa fueron cosechadores de algodón en la hacienda Carrera, donde hoy se ubica el distrito limeño de Surquillo. Del joven y trabajador matrimonio nacieron cinco hijos: Juana, Alberto, Rosa, Pedro y Santiago. (…) El padre de Alberto continuó desempeñandose en diversos oficios. Uno de ellos, la floristería, sirvió para que el joven Alberto conociera el valor del trabajo desde su adolescencia. (…) Alberto nació el 28 de julio de 1938, el mismo día que se celebra la independencia nacional de su país. En 1990, a los 52 años de edad, se convertiría en presidente Constitucional del Perú" (Biografía de Alberto Fujimori, Secretaría de Prensa, Palacio de Gobierno, Lima, julio 1995, p. 2).

Recuerdo que esta versión oficial de la época, entregada a la prensa internacional que cubría el inicio de su nuevo mandato (julio 28, 1995), tras el autogolpe (abril 5, 1992), se diseminó a través de los medios para edulcorar el primer lustro fujimorista de ejercicio autoritario en lo político, neoliberal en lo económico y represivo en lo social. Esta impronta de Fujimori tuvo cabida en un escenario de crisis generalizada que puso al Perú frente al abismo. La guerra contra el terrorismo dio pie a una política de terror estatal nunca vista. Y la debacle económica se alimentó de la corrupción de gobiernos anteriores, la huida del capital y el abandono de los organismos multilaterales. Tal cuadro de terapia intensiva justificó políticamente la primigenia receta para salvar al moribundo: el fujishock de agosto de 1990.

Juan Carlos Hurtado, entonces presidente del Consejo de Ministros del régimen de Fujimori, lo dijo con brusca claridad (que hasta hoy me causa escalofrío cada vez que lo recuerdo): "Como resultado del programa que ahora iniciamos, los precios en diciembre serán marginalmente más altos que los de noviembre y no como ahora que se multiplican semana a semana. (...) La lata de leche evaporada que hoy costaba en la calle 120 mil intis, costará a partir de mañana 330 mil intis. El kilo de azúcar blanca que solo se conseguía a 150 mil intis, costará a partir de mañana 300 mil intis. El pan francés que esta tarde costaba 9 mil intis, costará a partir de mañana 25 mil intis. (...) Pocas veces en Perú o en cualquier parte del mundo se ha requerido de todos un sacrificio tan grande como el que necesita el Perú. Hay que cursar un periodo corto, de unos pocos meses, en el que antes de estar mejor nos vamos a sentir peor. Es el precio que tenemos que pagar por lo ocurrido en los últimos años. (...) Que Dios nos ayude" (Mensaje a la Nación, agosto 8, 1990).

También estuve en Lima en esos días y es difícil olvidar el escenario de crisis y sus efectos cotidianos. Madres con rostros desencajados, llorosos, tristes. Chicos en silencio con la mirada en el vacío. Padres sin trabajo o con trabajos que no generaban ingresos suficientes para la comida ni los gastos básicos. Mercados desabastecidos por falta de dinero y de productos. Especulación y acechanza generalizadas. Cientos de miles de desesperados vendedores se ganaban la vida en las caóticas calles y aceras del centro de Lima (son los mismos que alimentaron la teoría del emprendimiento de Hernando de Soto en su libro "El otro sendero").

Anarquía, degradación, desesperanza, inseguridad social, terrorismo de lado y lado, violencia, caos... Ahí nació el fujimorismo. Ahí calzó como anillo al dedo el credo mesiánico de su líder, Alberto Fujimori, heredero de la vieja cultura nipona del esfuerzo y la disciplina para enfrentar las tormentas y vendavales de la vida. El caos colectivo fue, a la vez, terreno fértil donde echó raíces el pensamiento populista-represivo de quien no soltaría más la ubre del poder.

La mirada aguda, la paciencia secular, el paso calculado, el trabajo metódico, la acción premeditada, el resultado esperado… Estos son algunos elementos característicos de Fujimori; son parte esencial de su ADN político. Lo son desde siempre para múltiples usos. Por ejemplo, le sirvieron para liquidar al Congreso de su país, cuando la clase política tradicional supuso un serio obstáculo en su agenda. O para negociar la paz con Ecuador a finales del 90 del siglo XX, tras el conflicto militar del Cenepa (lo vi en acción en Nueva York en sus reuniones con el ex presidente ecuatoriano Jamil Mahuad). En definitiva, nada en él es producto del azar, nada. Fujimori es un animal político puro (en el sentido sociológico de la palabra). Eso debe saberse y, sobre todo, debe entenderse.

Al respecto, mírese nada más su imagen recientemente difundida en Lima. Su salida de la clínica hacia la libertad, otorgada por el actual presidente del Perú, fue un espectáculo político singular. En silla de ruedas, junto a su hijo Kenji, vendió la traza de un anciano enfermo y débil que lo único que quiere es descansar y recluirse en la intimidad de su hogar para pasar sus últimos días. Sin embargo, ese mismo personaje, el que pidió perdón hace pocos días, no ha perdido ni un hilo del poder real que ostenta desde hace años. Hoy, avejentado y en silla de ruedas, de él dependen muchas cosas, entre ellas, la suerte política… ¡del propio presidente del Perú! Es decir, pende de un hilo quien le diera el indulto. PPK, autoexiliado en el Palacio de Pizarro, está a la espera de que Fujimori y sus secuaces descifren la fórmula para sacar al Perú de la crisis política que le envuelve en pleno siglo XXI. Genio y figura hasta la...

*Lea "Fujimori: la herencia del samurái de los Andes (parte I)".

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