La pelea entre el presidente versus el expresidente y su vicepresidente tiene más en común con una transferencia de poder entre mafiosos o un episodio de la serie Juego de tronos que con una aburrida transición de poder en una democracia liberal. La incertidumbre acerca de quién manda realmente y quién lo hará la próxima semana es un síntoma sobresaliente del pesado legado de la Revolución Ciudadana: han destruido lo que quedaba del Estado de derecho en nuestro país.
Decía José Joaquín de Olmedo en un poema: “Los pueblos sabios, libres y virtuosos/ en el trono sentaron a las leyes/ y se postraban a sus pies los reyes”. Hablaba de la poderosa idea de que nadie está por encima de la ley, ni siquiera los reyes. Este es el núcleo del nuevo régimen que inspiró las revoluciones americanas, incluyendo a la Revolución de Octubre de 1820 en Guayaquil, que luego derivaría en la independencia del Ecuador actual en 1822.
Se refería, en otras palabras, al Estado de derecho como principal protección de la libertad de los ciudadanos. Los principios de una sociedad libre que garantizan la institucionalidad de una democracia liberal son la división de poderes, la competencia entre distintos partidos políticos, la tolerancia, la libertad de expresión y de prensa, la libertad de asociación, entre otros. Estas son aquellas cosas que nuestros próceres, al igual que otros de sus pares en Occidente, demandaron de los reyes que dominaban bajo el antiguo régimen.
Principios. El proyecto. La Revolución. El “proceso histórico de transformación del país”, dicen por ahí los más leales. El espíritu de cuerpo entre los revolucionarios. Sus mandatos. Las consignas y conquistas. El “Estado de derecho”. La “institucionalidad democrática”. “Nuestra herencia política”. Todas estas palabras están devaluadas luego de diez años en que han ejercido el poder sin el más mínimo respeto por los límites que existían cuando llegaron y luego violando incluso su propia Constitución hecha a su medida.
Rafael Correa es, como dice Gabriela Rivadeneira, un “líder histórico”, pues será recordado por haber retardado significativamente el desarrollo institucional del país. Ahora el querido líder está probando su propia medicina, puesto que el nuevo jefe parece haber aprendido la lección de cómo se pueden someter las instituciones a la voluntad del poder de turno. Ahora le toca a Lenín.
Las denuncias moralistas acerca de no pactar con los Bucaram no caben, pues todo el edificio de la Revolución Ciudadana se construyó sobre un pacto de Alianza PAÍS con el PRE por un esencial voto en el entonces Tribunal Supremo Electoral, voto que allanó el camino hacia la Asamblea Constituyente. Destruyendo la separación de poderes, limitando la libertad de expresión, aumentando el intervencionismo estatal en la economía, crearon las condiciones ideales para que se diera una corrupción generalizada.
Sin su querido líder, los revolucionarios perderán todo el poder. Por eso es que, como dijo el presidente de la Asamblea, José Serrano –luego de admitir que fue a Panamá con el secretario de la Presidencia Eduardo Mangas para defender al vicepresidente–, “esos son los costos de proteger y defender a este proceso político”. El proceso no tiene principios, ni valores, ni consignas, ni lealtades, más allá de cualquiera que les garantice el poder.