En nuestro vecino del norte, donde la población practicante de esa rama cristiana del protestantismo es de aproximadamente 80 millones de personas, es sabido que cerca de 80% de los evangélicos blancos votó por Trump. Su identificación con muchos de los postulados antiliberales del entonces candidato republicano fue la clave de su entusiasmo trumpiano, en especial con aquellos que se referían a echar abajo políticas impulsadas por Obama, tales como la despenalización del aborto, la aceptación de las uniones homosexuales o contenidos específicos del Obamacare, como los de incluir en sus programas de salud planes de contracepción o la píldora del día después.
Según lo ha reportado el The New York Times, desde el inicio de su presidencia, Trump recibe de manera habitual a grupos evangélicos que exponen sus ideas y demandas en la actual Casa Blanca, donde existe una notable receptividad hacia ellas. No en balde sigue siendo el electorado evangélico el mayor respaldo popular y electoral con el que cuenta Trump para contrarrestar a sus rivales políticos. Más de ahí que de cualquier otra consideración fue, sin duda, la decisión de cambiar la embajada estadunidense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, a pesar de las ondas de choque que tal determinación provocó no sólo en el contexto árabe-israelí, sino también en la más amplia escena internacional.
Y es que en la narrativa evangélica central se ubica una concepción mesiánica que considera imprescindible el regreso de todo el pueblo judío a su tierra ancestral y la reconstrucción del Templo de Jerusalén para detonar así el segundo arribo de Jesús al mundo y el establecimiento de su reino sobre toda la humanidad.
Muy parecida situación —un presidente evangélico respaldado por su amplio público local de correligionarios— ofrece hoy Guatemala. Porque más allá de los negocios que existen entre Israel y ese pequeño país centroamericano, no hay duda de que la identidad evangélica del presidente Jimmy Morales ha sido el factor determinante para el cambio de su embajada a Jerusalén, emulando a Trump. Y en Honduras se perfila de igual manera, una dinámica similar a partir de la personalidad de su presidente, Juan Orlando Hernández, también de convicción evangélica.
Por cierto, estos últimos días han sido especialmente elocuentes de hasta dónde el fervor fundamentalista evangélico puede llevar las cosas. En Guatemala, acaban de ser propuestas leyes que aumentan las penas por abortos voluntarios, tanto a las mujeres que los practiquen como a quienes las ayuden con ese propósito: Hasta ahora eran entre uno y tres años de prisión y ahora se propone entre cinco y diez años, aunque en ciertos casos se llegan a considerar hasta 12 años de cárcel. Incluso, se pretende que cuando se trata de abortos espontáneos, y por ende no voluntarios, la mujer sea investigada y deba contar con el testimonio de un médico que certifique que en efecto no hubo intención de abortar, para quedar así, exenta de castigo. Es decir, se tiene que probar su condición de inocente.
En cuanto a la educación, el artículo 15 señala que “se prohíbe a las entidades educativas públicas y privadas, promover en la niñez y adolescencia, políticas o programas relativos a la diversidad sexual y la ideología de género, o enseñar como normales las conductas sexuales distintas a la heterosexualidad o que sean incompatibles con los aspectos biológicos y genéticos del ser humano”.
El fundamentalismo cristiano se está volviendo así un movimiento recientemente protagónico en la vida pública de diversas naciones, igual que como ha sucedido con el islam político que tanto ha proliferado en el mundo musulmán, y con el judaísmo ultranacionalista mesiánico, impulsor fervoroso de la colonización de territorios citados en la Biblia como parte de la herencia del pueblo de Israel. A pesar de los matices diferenciadores entre las diversas versiones fundamentalistas, todas poseen, sin duda, el denominador común de asumirse como portadoras indudables de la palabra y la voluntad divinas, y en ese sentido si sus agendas así lo requieren, están dispuestas a ir a contracorriente de muchos de los principios del liberalismo y el humanismo en los que se finca la legitimidad de los derechos humanos universales.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.