El excelente libro de Andy Sumners y Richard Mallett trae dos novedades importantes. Primero, la constatación de que la geografía del desarrollo se está moviendo –la mayor parte de las personas pobres del planeta vive en países de renta media alta y media, y ya no en los 50 países más pobres del bottom billion. Esto tiene implicaciones importantes para la cooperación internacional a futuro.
Segundo, ante la reciente volatilidad en los compromisos financieros de cooperación, se requieren de nuevos instrumentos de cooperación, con mecanismos compartidos entre países del norte y del sur. Los compromisos de asistencia oficial suman 134 mil millones de dólares en la actualidad, equivalentes a 0,31% del PIB de los países donantes, no calzan con el tamaño del reto global. Más que llenar brechas y “ordenar la casa”, futuros instrumentos de cooperación deberán ser, dicen los autores, instrumentos catalíticos de mayor “desorden” –más instrumentos para una acelerada transformación social y económica.
Sumners y Mallett anotan tres elementos de lo que llaman una “Cooperación 2.0”. Primero, construir estrategias de cooperación que funcionen en países de renta media, donde está el grueso del problema. Hasta ahora, la asignación de recursos ha seguido un modelo asistencial que sustituye recursos fiscales inexistentes o capacidades institucionales inexistentes en “países receptores”. En países de renta media y alta, los retos más importantes tienen que ver con inclusión ampliada, universalización de la protección social, ampliación de la base tributaria e instrumentos más sofisticados de lucha contra la pobreza y la desigualdad. En los países de renta media, cada unidad adicional de reducción de pobreza cuesta un poco más que en la década anterior –en esfuerzo institucional, en gasto fiscal y en acción colectiva.
Segundo, coherencia en las políticas norte/sur –incluidas las políticas de migración, de comercio y de mitigación al cambio climático. Un estudio de Bethelemy et al, por ejemplo, encuentra que para países con ingresos per cápita menores a $ US 7.500 dólares, las restricciones migratorias equivalen a reducir la cooperación internacional en 24%. Lo mismo se puede decir del proteccionismo en la agricultura, que impone barreras de entrada a países de renta media o el impasse en las cumbres de cambio climático que acepta aun la noción de que países que no han salido de la pobreza frenen su ritmo de desarrollo, sin desmedro, del acelerado patrón de consumo de los propios países industrializados. Sumners y Mallett urgen pensar en la cooperación más como un aporte a la construcción de bienes comunes globales, y menos como una dádiva de países ricos a países pobres.
Tercero, los autores hablan de nuevos mecanismos de financiamiento y transferencia de conocimiento. La asistencia tradicional, financiada por los impuestos de los contribuyentes de países OECD, transferida a los ministerios de finanzas de los países en vías de desarrollo, no promete mucho a futuro. Nuevos instrumentos como RED ayudan a financiar la lucha contra el SIDA con el Fondo Global en el África a través del comercio ético –un porcentaje del precio de cada taza de café en Starbucks, por ejemplo, se orienta hacia las operaciones RED/Fondo Global. Lo mismo con el conocimiento, que antes fluía de “norte a sur” y ahora genera redes más horizontales de transferencia de conocimiento sur-sur y sur-norte. Transferencias de conocimiento sur-sur son la parte más importante del portfolio de donantes emergentes en el mundo.
Este libro hace un importante aporte a la conversación global sobre el futuro de la cooperación internacional. Deja la discusión trillada del fin de la cooperación y abona el terreno para una idea propicia: una sociedad global con responsabilidades compartidas.
*Esta columna fue publicada originalmente en la revista Humanum del PNUD.