Con el regreso de la democracia en 1990, Chile se ha posicionado en los primeros lugares a nivel regional en los índices de transparencia y con una escasa percepción de la corrupción. Paralelamente, no es difícil encontrar comentarios positivos sobre el comportamiento responsable de su élite. Este conjunto de características, que las autoridades chilenas han insistido en resaltar en el ámbito internacional, fue repetido como un mantra para ganar la confianza política y la inversión de los mercados extranjeros. Con mirada retrospectiva, podemos concluir que ha logrado un prestigio no menor.
A pesar de ello, en los últimos meses hemos observado como algunas autoridades empresariales, políticas y religiosas hacen frente a los tribunales chilenos a causa de diversos juicios, como por ejemplo la colusión de precios, abusos en las cláusulas frente a los consumidores, financiación ilegal en las campañas políticas, fraude al fisco y sentencias contra sacerdotes católicos (considerados guías espirituales de la élite) por abusos de carácter sexual contra menores. Por lo tanto, se ha abierto un flanco de corrupción y prácticas fraudulentas que no conocíamos como propio o que en su defecto no atendíamos como debiese.
Me gustaría señalar un ejemplo. Desde el punto de vista económico, la élite chilena ha confundido -como señala el economista Claudio Agostini- el desarrollo del libre mercado con una postura pro empresa, escenario que avala por ejemplo la colusión de precios. Si en EE.UU. o Alemania la colusión es un delito per sé, en Chile aún se debe transitar un largo camino para demostrar el hecho. Es más, es posible encontrar en los mismos juicios, diversas declaraciones en las cuales los propios gerentes reconocen -sin encontrar reparo en ello- haber amenazado a sus competidores. Hablo de "prácticas empresariales inadecuadas", desempeñadas por años sin sanción. Es decir, una especie de autoderecho consuetudinario.
¿Dónde radica el "problema" si los órganos institucionales están trabajando para enfrentar estos hechos y la justicia persigue los delitos? Básicamente, en que ahora la afectada es la élite, aquella que difícilmente era objeto de cuestionamientos. Aunque este sector ha sentido el golpe, lo grave es que, a pesar de las evidencias y los veredictos judiciales, una parte importante ha salido a relativizar y defender a sus pares e incluso han cuestionado los procedimientos y fallos. Es decir, en vez de asumir los errores, criticar los abusos de sus correligionarios y crear empatía hacia los ciudadanos, han apelado a diversos mecanismos de defensa corporativa, arropada además por un sector de la clase política que no ha dudado en actuar.
Se sienten atacados y consideran que no están siendo respetados. Disparan contra el sistema judicial y cuando no, acusan un plan de persecución. En otros casos se victimizan abiertamente frente a los poderes del Estado. Si en antaño la élite política y económica exigía mayor celeridad y contundencia en los fallos contra la delincuencia, ahora cuestionan al mismo órgano del Estado. Parecen no caer en juicio que sus actos o lo de sus congéneres son delitos igualmente.
Los escándalos, sin embargo, no sólo apelan, en términos políticos, a la derecha, sino que también alcanzan a ex ministros de la antigua Concertación con aspiraciones presidenciales e incluso, podrían estar vinculados, a ministros en ejercicio. En definitiva, el comportamiento político, económico y ético de una parte importante de la élite chilena está públicamente en cuestión y la justicia ha comenzado a golpear literalmente las puertas de sus oficinas, conventos y empresas para investigar y buscar pruebas de sus malas prácticas. Algunos están preocupados por el clima interno y por la imagen que Chile -el buen alumno de la región- está proyectando. Sin embargo, lo verdaderamente trascendental radica en que una parte de la élite nacional ha percibido que sus continuas prácticas no son per sé correctas y, lo más importante, no son inmunes frente a los ciudadanos y al Estado.