Según lo difundido por él, en redes, su odio contra ellos tenía que ver no sólo con su ser judío, sino con el hecho de ser protectores de inmigrantes. Por esos mismos días, la opinión pública había estado ya de por sí conmocionada por el envío de paquetes bomba a conocidas figuras estaunidenses identificadas como miembros o simpatizantes del Partido Demócrata, y por tanto, opositores y críticos de Donald Trump. El responsable de los envíos resultó ser un ferviente seguidor de Trump, cuyos antecedentes lo mostraban como un supremacista blanco. En pocas palabras, la violencia asesina, el racismo y el antisemitismo explotaron de manera dramática, como no se había registrado en muchas décadas en Estados Unidos.
Y eso evidentemente no ha sido casual. Desde la campaña de Trump para la Presidencia, sus discursos y expresiones abrieron la puerta para que salieran de los escondrijos, donde habían estado, semi latentes, los Ku klux klanes, los racistas, los antisemitas, los antimusulmanes, los antinmigrantes, y en general, los anticualquier identidad que no cuadrara con el modelo blanco cristiano colocado por el propio Trump como referencia básica a lo que realmente quería decir cuando proclamaba su consigna de Make America great again. Así, la violencia y las pulsiones discriminatorias obtuvieron permiso para salir de sus cloacas, como quedó claro ya desde el evento de Charlottesville, donde grupos de neonazis que se confrontaban con sus opositores, se exhibieron con toda su parafernalia encima, corearon consignas antisemitas e incurrieron en violencia que se saldó con la muerte de una mujer. Y sin embargo, aun en ese caso tan indignante, el propio Presidente se atrevió a decir que “había gente buena en los dos lados”.
Así que el ataque contra la sinagoga de Pittsburgh no debe sorprender. Desde el momento en que un fuerte aliado de Trump como la Asociación Nacional del Rifle, ha estado acusando a tres judíos norteamericanos —George Soros, Michael Bloomberg y Tom Steyer— de formar parte de “una élite que pretende imponer el socialismo y su agenda elitista a Estados Unidos”, el mensaje de nacionalismo a ultranza esgrimido por Trump ha quedado reforzado. Dentro de ese modelo ultranacionalista no caben las minorías diferentes de la población blanca cristiana que, según esa visión, es la fundadora y dueña legítima y absoluta de Estados Unidos. Así que por más que la administración de Trump niegue cualquier responsabilidad en los actos de violencia racista, no cabe duda de que las flechas envenenadas que vuelan a lo largo y ancho del país y que están destinadas a los hispanos, los judíos, los musulmanes, los afroamericanos y cualquier otra minoría distinta al prototipo del hombre blanco cristiano, fueron lanzadas por la demagogia trumpiana, por sus arbitrarias órdenes ejecutivas y por sus discursos de odio plagados de histeria ridícula como la que se observa estos días con relación a la caravana de migrantes centroamericanos.
La comunidad judía de Pittsburgh, de perfil eminentemente liberal, está en su mayoría indignada con Trump y sus acólitos y no está dispuesta a caer en la falacia de que el Presidente no ha tenido que ver con todo esto. Porque esa comunidad, como muchos otros judíos norteamericanos, sabe bien que la decisión de trasladar la embajada norteamericana a Jerusalén nunca fue un gesto filo judío, sino que fue sobre todo un subterfugio para complacer y retener al nutridísimo voto evangélico de EU que le resulta vital para el mantenimiento de su gestión.
Por otra parte, los judíos de Pittsburgh resienten también la falta de reclamo a Trump por parte del gobierno israelí encabezado por Benjamín Netanyahu. Y es que al parecer, las prioridades politíco-personales del primer ministro israelí y de su equipo son otras. Puestos a elegir entre condenar con claridad al entorno turbio y polarizado propiciado por Trump —y que sin duda es en gran medida responsable de la actual oleada de violencia antisemita— o por el contrario, agradecer sumisamente las insinceras palabras de condolencia de Trump, han elegido esto último. Por lo visto, afinidades políticas y peculiares intereses compartidos están por encima de la posibilidad de mostrar una actitud realmente íntegra que sea capaz de poner las cartas sobre la mesa y denunciar con todas sus letras quiénes mueven los motores del odio y el divisionismo en Estados Unidos.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excélsior.com.mx.