Cuando se acuñó el concepto de "retroexcavadora" para explicar la intención del gobierno de desmantelar las políticas públicas vigentes, no visualizamos cuán integralmente representaría su accionar en las áreas más relevantes de la sociedad. La demolición de lo que hay es lo prioritario; la meta futura una vaga utopía. El detalle queda envuelto en una nebulosa y al tener que concretar en proyectos de ley o acciones específicas se actúa con apresuramiento y en forma ineficaz.
El único hilo conductor que se puede visualizar, además de cambiar lo existente, es el intento de crear nuevos mecanismos de poder para el gobierno o las organizaciones afines a la coalición gobernante. Desafortunadamente, no se piensa en el trabajador marginal, en la mujer desempleada, en el padre ni en el alumno.
Este afán podría ser explicado por la influencia del Partido Comunista, que todavía defiende el comunismo de Rusia del pasado o de Cuba y Corea del Norte del día de hoy. No es la simpatía popular la que le da su peso, sino la capacidad de extorsión, imponiéndose en el gobierno y en la calle a la vez.
En el libro "El fenómeno socialista", del disidente ruso Igor Shafarevich, aparece una interesante descripción del instinto destructor del socialismo que él vivió y que el Partido Comunista aún admira. Su historia se inicia como la de un genio matemático, autor de importantes avances en esa ciencia, que se gradúa de la universidad a los 17 años y es usado como símbolo por el régimen, y culmina en los años 70 como autor clandestino que lo desenmascara.
El autor desmitifica la supuesta base científica del socialismo y explica que la propuesta de una sociedad perfecta no es más que una excusa para destruir lo que existe y hacerse con todo el poder -lo que en el caso de la Unión Soviética implicó millones de vidas humanas-.
Es notable como esta dupla -utopía y destrucción- se está dando en la realidad chilena. Con la visión de que todos los anhelos se pueden lograr cambiando la Constitución, se inició un proceso de modificación fuera del mecanismo establecido. Inéditamente, el gobierno que la impulsa no ha presentado esbozo alguno. La incertidumbre ya está con nosotros y solo se acentuará con el tiempo.
Donde más lejos ha llegado la retroexcavadora es en educación. La utopía y los anhelos han tomado muchas formas en esta área. Más calidad, igualdad, profesores más contentos, familias sin carga financiera, al menos directa, menos sostenedores egoístas, etc. Para proponer utopías no nos quedamos cortos.
Pero con 3,5 millones de estudiantes en nivel escolar y 1,1 millón en educación superior, lo que está en juego es el futuro de Chile, que no debería ser barajado por un grupo de personas en nombre de los millones de padres que están detrás de estos niños y jóvenes. ¿O creemos que los padres chilenos no saben, no pueden o no quieren educar a sus hijos y por eso necesitan que desde el poder central se tomen las decisiones por ellos?
En las últimas décadas, el progreso fue notable. Mientras que solo el 3% de los más pobres accedía a educación superior en el año 90, en 2013 lo hizo el 27%, guarismo cercano a lo se observaba entre los más pudientes hace 25 años. Difícil imaginar mejor muestra de aumento en la igualdad de oportunidades y de ascenso social.
Los avances en cobertura de educación primaria y secundaria son aun más espectaculares si nos remontamos a antes de 1990. Los niños de alta pobreza que no tenían acceso a la educación primaria eran un 43% en 1970 versus 1,7% el 2013. Mientras que solo el 40% de la población de 14 a 17 años accedía a educación secundaria entonces, ahora la cobertura es del 98%. De nuevo, difícil mejor avance hacia un país más homogéneo en sus oportunidades. Por ello durante las marchas multitudinarias que se realizaron a fines de 2014 frases como "esto no es lo que tenemos pensado para el futuro de nuestros hijos, la reforma del gobierno nos pone contra la pared" o "demandamos elegir libremente en qué colegio estudian nuestros hijos y no mediante un sistema que controle el Estado" se escucharon de miles de padres.
Sabemos, sin embargo, que la cobertura no es todo para asegurar el progreso. Para avanzar se requiere -luego de una reflexión serena- construir sobre lo existente. Pero lo que hemos visto son cambios de dudosa conexión con el objetivo de aumentar el capital humano en conocimientos, imprescindible para que el país avance. La reforma se trata, básicamente, de cambios institucionales que disminuyen opciones para los padres, limitan la diversidad, centralizan las decisiones, aumentan la injerencia estatal y facilitan la acción corporativa de grupos interesados con el riesgo de que capturen el sector para su propio interés.
¿Qué permite transitar de la amplia cobertura actual a lograr las mejorías en capital humano que catapulten el progreso? La pregunta no es trivial, pero desafortunadamente no ha sido el centro del debate en estos años.
Entre muchos, hay un trabajo reciente de Eric A. Hanushek y Ludger Woessmann en la revista Science que tiene valiosa bibliografía sobre el tema. Es interesante constatar a lo largo del tiempo que si bien Latinoamérica tiene mayor cobertura, progresa mucho menos que Asia del Este, que tiene una notable menor cobertura educacional en el punto de partida. Las pruebas de rendimiento muestran que un alumno de noveno grado en Honduras está atrasado cerca de 6 años respecto de uno de Singapur. Una parte del problema apunta a los vicios en las políticas del sector, que han estado siempre presentes en la mayoría de nuestros países y que ahora estamos retomando en Chile. Otra parte importante de la explicación indica que las habilidades adquiridas son muy distintas. La posibilidad de elegir colegio y más competencia entre ellos -junto con pruebas de rendimiento académico- se correlacionan positivamente con que las habilidades adquiridas sean mayores. La existencia de colegios de excelencia también tiene un efecto importante en la misma dirección. En estos aspectos hemos desandado camino.
Esperemos que el deseo de usar la retroexcavadora se modere. Debemos comenzar a construir nuevamente con realismo. Si no lo hacemos, el progreso que necesitamos para satisfacer las expectativas crecientes de la población nunca llegará.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.