El señor de la casa amenazó a su esposa de una manera tajante, quizá insoportable: me traes a una niña como "regalo" o violo a nuestras hijas. La mamá respondió trayéndole a una niña. El dilema tal vez fue existencial, pero la mujer cumplió, condenando con ello a una niña inocente. Lo que sigue todos lo sabemos: la niña se llamaba Fátima.
La verdadera pandemia que sobrecoge a México no es el coronavirus, sino la impunidad y en ningún asunto es esta mayor que la que aqueja a las niñas, a los niños y a las mujeres. La rampante impunidad ha hecho posible no sólo que la violencia se apropie de la vida de la sociedad mexicana sino, todavía peor, que ya a nadie le parezca algo extraño.
¿En qué país se tolera la violencia como la que aqueja a la sociedad mexicana sin que pase nada? ¿En qué país es posible que lo que es intolerable se haya tornado cotidiano sin que nadie diga, o pueda decir, nada? ¿En qué país el gobierno se siente agraviado porque la sociedad proteste por los feminicidios y los infanticidios, es decir, por la impunidad? ¿En qué país se desacredita a quien llama la atención sobre crímenes que no deberían existir? ¿En qué país el partido gobernante y sus acólitos acusan a las víctimas de su propia desidia? ¿En qué clase de país se niega un derecho por demás elemental, el de la indignación? Esto sólo puede ocurrir en un país que ha perdido todo vector de civilidad y civilización.
La revolución de la información, lo que distingue al siglo XXI, ha transformado toda la actividad pública, pero especialmente las relaciones entre gobierno y sociedad porque les ha dado instrumentos nuevos que antes nunca eran asequibles. La ubicuidad de la información obliga a todos -ciudadanos y gobiernos- a actuar de manera distinta: la sociedad está informada, se comunica y actúa, todo eso sin la mediación gubernamental, que era el sello del siglo XX. El gobierno tiene igual capacidad, sobre todo la oportunidad, de transmitir mensajes casi personalizados, pero ahora enfrenta el reto no sólo de comunicar, sino sobre todo de convencer. El otrora monopolio de la información altera las relaciones entre todos los actores de una sociedad pero el gobierno mexicano se victimiza y se niega a adecuarse a la nueva realidad.
En este siglo XXI, las crisis son momentos clave de transformación o quiebre. Transformación cuando se alinean los gobernantes y la sociedad para construir una nueva constelación. Quiebre cuando cada uno de esos componentes jala para su lado, en ocasiones confrontándose. En el México de hoy, el gobierno se confronta, por diseño, de manera sistemática y no concibe que pueda existir una sociedad funcionando de manera armónica. Esa visión le impide comprender el reto que los feminicidios le han colocado en el portón de Palacio.
En el siglo XXI, un gobierno serio y realista encabezaría el movimiento en contra de los feminicidios e infanticidios, los convertiría en una causa común para transformar al país. En la 4T, donde todo tiene que ser distinto, el gobierno se hace la víctima y descalifica a todo aquel que osa plantear una manera distinta de pensar o actuar, comenzando por la primera dama, quien tuvo que retractarse.
En el México del siglo XXI, las víctimas son culpables; quienes denuncian atracos, violaciones, homicidios y otros males sociales (de cuya terminación el responsable es evidentemente es el gobierno, todo gobierno) son conservadores; y quienes disienten de la verdad oficial son traidores, o sea, neoliberales. El sólo hecho de que siga habiendo la pretensión de una verdad oficial delata lo absurdo -lo a histórico- de la visión decimonónica en el corazón de la era de la información. De regreso al autoritarismo del siglo XX.
El feminicidio es un mal creado y tolerado por la sociedad mexicana porque ha perdido la brújula de lo que es aceptable y de lo que es intolerable. El sólo hecho que a un padre de familia se le ocurra exigir un "regalo" en la forma de una niña y amenace a su propia familia es evidencia incontrovertible de la destrucción de la esencia de la civilidad.
Sólo para poner las cosas en perspectiva: si el mal en cuestión fuese el coronavirus, ya habríamos desparecido del mapa por esta absoluta incapacidad de organizarnos y actuar en concierto para responder ante los retos que nos presenta la realidad cotidiana. Una epidemia que no se contiene se torna en pandemia y las pandemias -igual en asuntos de salud que de política- acaban con las sociedades y con sus gobernantes.
Es por eso que el feminicidio y el infanticidio no sólo deben ser denunciados, sino que deben ser asumidos para revisar los dogmas sobre la forma de conducir los asuntos públicos para que desaparezcan de una vez por todas. Esa falta de brújula moral –en el gobierno y en la sociedad- que permite distinguir lo que es -y debiera ser- aceptable e intolerable, o si un prefiere, diferenciar al bien del mal, nos ha llevado a ver con naturalidad lo que no es natural, lo que no puede ser tolerado.
Al gobierno, esta “maldita realidad” le ha caído en las manos y no ha sabido responder. En lugar de obligarlo a asumir su responsabilidad, su reacción ha sido fantasmagórica: cómo se atreve la maldita realidad a sabotear a la 4T.