México ha vivido una soterrada disputa sobre su futuro por varias décadas. De un positivo cuasi consenso -al menos entusiasmo más o menos generalizado- respecto al futuro que nació con la apertura de la economía y, especialmente, con la exitosa negociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica al inicio de los 90, pasamos a un desencuentro cada vez más agudo que surgió de la severa recesión de 1995. A esa crisis se remonta el “grito de guerra” del presidente, quien de ahí salió convencido que las reformas no hacían sino acentuar las desigualdades y provocar empobrecimiento.
Echar para atrás las reformas se convirtió en su mantra y razón de ser. Pero su proyecto trasciende las medidas económicas inherentes a aquellas reformas: su querella es contra la visión filosófica -la cultura- inherente al cambio que se dio desde mediados de los ochenta, la que él denomina, peyorativamente, como “neoliberalismo.” De ahí que su proyecto de gobierno sea mucho menos programático que filosófico-ideológico en naturaleza y quizá de ello se derive su expectativa (o ambición) de trascendencia transexenal.
Su visión la hace clara en las siguientes líneas: “En poco tiempo…hemos contribuido a cambiar la mentalidad de amplios sectores del pueblo de México. Hemos puesto al desnudo al sistema con sus formas de control y manipulación”. Como todos los proyectos políticos, la alternativa que él propone es igualmente manipuladora, pero el planteamiento entraña una visión radicalmente distinta a la que privó en el país en las pasadas décadas y que va más allá de una diferencia respecto a la función del gobierno en la sociedad o qué tan concentrado o descentralizado debe ser el poder.
Saliendo del contexto nacional, el contra proyecto que abraza el presidente es similar, de hecho se deriva, en términos filosóficos, de las guerras europeas que emergieron por la rebelión luterana. Europa se dividió entre la reforma (protestante) y la contra reforma (católica), un cisma que cimbró al mundo y del cual emergieron sendas, y muy contrastantes, visiones filosóficas. De la Francia católica y revolucionaria surgió la noción de que se puede destruir lo existente y construir de nuevo desde cero, visión que acabó con Robespierre en la guillotina. Esa misma perspectiva fue adoptada por los soviéticos para controlar centralmente a su sociedad, llevándola a concluir en el gulag. Innumerables gobiernos en el mundo, México incluido, pretendieron que es posible controlar todas las variables del funcionamiento económico sin riesgo alguno, llevando a las crisis sucesivas que vivimos hace algunas décadas.
La otra visión, emanada esencialmente de la Ilustración con figuras como Adam Smith y David Hume era más modesta en su visión y pretensiones. Su punto de partida era que el mundo es complejo y nadie puede controlarlo porque depende de numerosos factores, no todos conocidos, razón por la cual la función del gobierno es crear condiciones que hagan posible que los individuos, las familias y las empresas encuentren oportunidades y las exploten para beneficio suyo y, como consecuencia, de la colectividad.
El contraste entre las dos visiones es dramático: la primera lleva a constituir un gobierno agresivo e intrusivo, dedicado a centralizar el poder, controlar a la ciudadanía e imponer sus prejuicios y preferencias sobre cada uno de los integrantes de la sociedad. De ahí el empleo del conflicto y la confrontación como instrumentos para avanzar la causa.
La segunda visión es más modesta y choca directamente con la arrogancia de la primera porque coloca al individuo en la centralidad del desarrollo y rechaza cualquier pretensión de poder planear o manipular la historia.
Mientras más complejo se torna el mundo y la sociedad, proceso inevitable del desarrollo humano en general y económico en particular, menor viabilidad adquieren los sistemas centralizados porque sólo funcionan con niveles incrementales de represión y control. La URSS se colapsó porque no pudo lidiar con la complejidad, China es inviable sin sus cada vez más generalizados y sofisticados sistemas de control.
El proyecto del presidente López Obrador es extraordinariamente ambicioso porque trasciende las medidas tradicionales de gobierno. Su aspiración es la de cambiar al país e imponerle su filosofía y visión cultural: desde la cartilla moral hasta los abrazos con los narcos. Para lograrlo, es inexorable desmantelar toda fuente de resistencia u oposición, provenga ésta de un organismo gubernamental (eso de “autonomía” resulta ser redundante) o de una institución educativa. El cambio de cultura no se negocia, sino que se impone. El riesgo de una visión de esta naturaleza es que muy rápido se pasa de la “narrativa” a la confrontación y de ahí a la represión -o al colapso. Una vez iniciado, el proceso resulta incontenible.
Idi Amin, el brutal y despótico dictador que sumió a Uganda en la pobreza, corrupción y criminalidad, es famoso por su afirmación de que “hay libertad de expresión, pero no puedo garantizar la libertad después de la expresión.” Una frase que resume la visión concentradora del poder y que no está desligada -no se puede separar- de la concentración del poder y la pretensión de imponer una nueva cultura como si se estuviera refundando el país.