Jamás olvidaré la ruta entre la ciudad de Cuenca, en Ecuador, y el recóndito pueblo de Chaucha, pérdido entre majestuosos cerros de un verde intenso, campos de fútbol curvos salidos de la mente del cineasta Hayao Miyazaki.
Regurgitación, vomito a raudales a un costado del camino, luego de la señal de súplica y S.O.S. al chofer que nos ha llevado por un zangoloteo extremo camino abajo, como si dentro suyo guardara algo del alma del rallista francés Stéphane Peterhansel. Mientras un hilo de baba gelatinosa cuelga desde mis labios y el motor continúa en marcha -es un rallista, ¡¿qué duda cabe?!-, un indígena que sube por la vía se acerca a preguntarme cómo me encuentro. Ya más repuesto, le doy las gracias por su genuino interés.
El mismo sudor frío sentiría meses después arriba de una camioneta, esta vez al recorrer la carretera que atraviesa la provincia de Zamora-Chinchipe, desde Loja hasta el inicio de la siguiente provincia, Morona Santiago, con su cantón Gualaquiza. En ambas experiencias, el trabajo periodístico y la aspiración de desarrollar minería a gran escala en el pequeño y multidiverso Ecuador, me llevaban a adentrarme de incógnito -tal cual, sin exageraciones-, por dos zonas ultra apetecidas por sus reservas de cobre y molibdeno, interés suficiente para que todo el poder disuasivo de los ecologistas se hiciera sentir en paralelo en el área, junto al de los indígenas más ultra que día por medio cortaban los caminos con sus barricadas de fuego.
Tal como ocurre en los westerns gringos, para colmo de males, la única posición ponderada que se podía advertir en ese territorio apache venía desde el interior de las construcciones donde la gente suele asistir para acercarse a la deidad, edificaciones que en estos poblados ecuatorianos, así como en los desiertos polvorientos de El Bueno, el Malo y el Feo, poseen muros de adobe sedientos de reparaciones, un piso gastado que clama por un fashion emergency, y qué decir de las figuras sagradas, muchas de ellas reliquias valiosas del arte religioso colonial, piezas que con urgencia requieren de una restauración especializada; en definitiva, cambios y reparaciones que vuelven lábil la balanza de la ponderación hacia uno u otro sentido, todo porque la necesidad, aunque sea en una iglesia, tiene cara de hereje.
Cómo olvidar al jefe de la etnia shuar llegar en su lustrada camioneta 4x4 a la entrevista. Impecablemente vestido con una camisa Polo y un teléfono celular parecido a un notebook; cómo sacarme de la memoria al alcalde socialista de Gualaquiza, ferviente defensor de la biodiversidad del país y público opositor de la minería a gran escala, despotricando dentro de un municipio ubicado a cinco minutos de la plaza local, donde se vendían en la calle caparazones de quirquincho y pieles de anaconda, tigrillo y un increíble oso de anteojos, bello habitante amenazado del páramo de países como Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela.
Los ecuatorianos viven divididos. Los de la sierra les dicen monos a los de la costa, y en retribución los costeños les llaman cholos a los primeros.
Como director periodístico chileno de un matinal ecuatoriano tuve que entender y aceptar que los quiteños, que ya tenían una señal distinta a la de los guayaquileños en el mismo horario -es decir, dos matinales en paralelo, con presentadores distintos y, por supuesto, cada uno con su acento local-, no les gustaba que el cocinero del programa "hablara como mono".
Los costeños se supone que son liberales y de derecha, mientras los habitantes de la sierra parecieran sentir más pertenencia con los valores del socialismo y la izquierda unida que jamás será vencida.
Y ahora la minería a gran escala. Unos aplauden al presidente Correa por seguir el modelo chileno -ha habido asesorías de la cuprífera estatal Codelco-, mientras la memoria afectiva de muchos señala con dedo acusador al petróleo y sus derrames y la riqueza que jamás benefició a los comunidades locales, como el principal argumento para decirle no a la minería a gran escala.
Ecuador acaba de firmar su primer proyecto a gran escala -Mirador, en Zamora Chinchipe, donde la compañía china Ecuacorriente explotará los recursos durante 25 años-, y es irremediable pensar en el dilema de abrir o no esa puerta de cobre gigantesca. Tengo el acervo de un padre que pasó cerca de 30 años en la mina subterránea más grande del planeta en Chile, y un hermano ingeniero eléctrico que hoy sigue sus pasos. El acervo de los beneficios personales -aceptable educación escolar y universitaria; siempre pan y comida en la mesa de casa, vacaciones todos los años-, pero también en paralelo el deber y la aspiración de realizar siempre el ejercicio de sumar las subjetividades -a la manera de Humberto Maturana-. Una mirada ojalá hermanada con el bien común.
Por eso, aunque la tentación de desarrollar la minería a gran escala en Ecuador sea gigantesca, más ingente deberá ser su sed de excelencia en los procesos industriales que ya se inician. Se trata de minería a cielo abierto y no precisamente en un desierto. Siempre permanecerá sobre estas faenas el fantasma indeleble del justo prontuario que posee el industria del petróleo, ni la duda en torno a que la experiencia local en minería a gran escala sea prácticamente nula.
Ahora que lo pienso bien, recemos para que los caminos secundarios de Ecuador sean pronto el reflejo de un esplendor dignamente alcanzado, carreteras con jardines verdes y orquídeas salvajes, un paraje Miyazaki que no me renueve las ganas de vomitar.