El segundo mandato de la Presidenta Michelle Bachelet se caracterizó por ser profundamente ideológico y resucitar lenguajes y diagnósticos del siglo pasado. Sus impulsores parecen haber sufrido amnesia al no recordar los rotundos fracasos y costos humanos de los intentos por poner esas ideas en práctica.
La disyuntiva crecimiento e igualdad volvió a estar de moda y la ex Presidenta indicaba que sacrificar el crecimiento era necesario. Según ella, se estaría sembrando un futuro mejor y promisorio. Su nostalgia por los gobiernos totalitarios de Europa del Este es consecuente con esta inclinación. Después de todo, los regímenes comunistas propugnaban —y actuaban en consecuencia— derrumbar las estructuras e instituciones del pasado, aprovechando de concentrar el poder, aunque ello tuviera un elevado costo en aras de una promesa de futuro que nunca llegó.
El gobierno pasado no llegó a ese extremo, pero la famosa frase —pasar la retroexcavadora— ilustra su estado de ánimo. Importaba más destruir lo existente que prestar atención a la calidad de lo creado. Lo único consistente de este proceso de destrucción fue concentrar el poder en la burocracia que esperaban seguir controlando. Es esta perspectiva la que ayuda a entender la actitud actual de obstrucción a ultranza de la oposición —no le interesa construir sobre lo destruido o corregir lo hecho con apresuramiento—, su objetivo es político y de poder.
Se sabe que el resultado de la gestión anterior fue pobre en términos de progreso. Hay que remontarse hasta muy atrás, a épocas económicas críticas, para encontrar períodos con tan bajo crecimiento: 1,7% promedio anual durante todo el gobierno pasado. Acompañado, además, por una caída anual sistemática de la inversión y un magro desempeño en la creación de empleos privados. Se requiere de un gran esfuerzo para retomar un crecimiento sostenido.
Hace pocos días se conocieron los datos de la Casen. De los resultados publicados es posible afirmar que no solo se estancó el progreso, sino que tampoco se lograron avances en los indicadores sobre los que el ex oficialismo puso énfasis especial.
Así, promovieron la redefinición de pobreza agregando el concepto multidimensional. Sobrevaloraron al indicador Gini y a la relación de ingresos entre los diferentes deciles o quintiles. Asimismo, restaron valor a otros antecedentes como los inmejorables avances en materia de mortalidad infantil, acceso a la educación —en especial educación superior—, y disponibilidad de todo tipo de bienes que permitió el progreso acelerado de las últimas décadas.
Para desgracia de los promotores del relato opositor, la última Casen muestra que deteniendo el progreso no lograron ningún resultado positivo en sus indicadores predilectos de igualdad. La pobreza multidimensional no varió y el Gini no tuvo cambios significativos. Lo mismo sucede con los índices de desigualdad 10/10 y 20/20, que muestran —respectivamente— la relación entre los ingresos del 10% (20%) más pudiente versus el 10% (20%) de menores recursos. Sin embargo, en el 20/20 del ingreso del trabajo hay un empeoramiento.
No es de extrañar que el relato que plantean hoy justifique esta realidad. La nueva argumentación plantea que los cambios requieren tiempo para rendir frutos y se debe profundizar lo realizado. Tal como en el pasado, piden más sacrificio hoy en aras de una utopía inexistente.
Desafortunadamente el estancamiento del progreso implica que se deja de avanzar en aspectos concretos de bienestar. No se trata de comparar utopías, se sacrifica bienestar en salud, educación y bienes materiales por teóricas mejoras futuras en indicadores abstractos y complejos de medir como el Gini o la pobreza multidimensional.
Para comprender que no es razonable utilizar esos indicadores como guía de cambios radicales, debemos recordar que los números están sujetos a grandes variaciones según como se les mida o defina. Para algunos la relación entre los ingresos del 20% más rico y el 20% más pobre en EE.UU. es de 26 veces, para otros es solo de 3. La diferencia está en incorporar o no los efectos de impuestos y subsidios. En suma, distintos analistas calculan de distinta manera y obtienen resultados tan diversos como los señalados. A su vez, hay estudios que muestran que la comparación entre países depende en gran medida de cómo se definan los conceptos y se realicen las encuestas, aun usando datos supuestamente estandarizados. Dramatizar comparaciones para justificar revoluciones institucionales puede ser atractivo para sus fines políticos, pero es tremendamente dañino para la ciudadanía.
El Gobierno actual fue elegido por quienes deseaban que volviera a imperar el sentido común y se acelerara el progreso en el país. En estos días ha quedado claro, luego de la negativa de la oposición a cambios razonables al salario mínimo, que harán lo posible para impedirle su tarea. Ello es consecuente con el espíritu de la retroexcavadora.
Pero el Gobierno no debiera amilanarse. Debe presentar sus propuestas e intentar llevarlas adelante. Se acaban de conocer los cambios tributarios que la actual administración estima necesarios. Lo propuesto no es un cambio profundo que asegure una clara mayor competitividadpara la economía, pero es un avance importante respecto a problemas concretos que legó el gobierno anterior en su cruzada refundacional.
A pesar de ello, se perfila una oposición intransigente y basada en datos errados o descontextualizados. Una parte de la propuesta busca dar racionalidad al sistema tributario chileno mediante la integración del impuesto a la renta como regla general.
No es cierto que ello beneficie a unos pocos. Primero, porque aun cuando afecte a un limitado número de empresas, ellas serían las que explican gran parte de la inversión y producción. Que innoven e inviertan beneficia a todo el país. Pero además los números citados por la oposición son incorrectos; son cientos de miles de pymes que están encajonadas en regímenes inadecuados.
Otra dimensión de la propuesta del Ejecutivo intenta poner en mejor pie al ciudadano frente a una autoridad omnipotente. Muchos parecen haber olvidado que los impuestos, como su nombre lo indica, son una extracción forzosa de lo que tiene un individuo por parte de la autoridad. Lo mínimo que se debe esperar de este tipo de acciones es que existan normas simples, claras y previamente difundidas. Todos los principios protectores del derecho deben estar a favor del ciudadano. En el proyecto se avanza parcialmente en esa dirección y es difícil que quienes se estimen democráticos se opongan a ello.
Desafortunadamente, dentro de las propuestas se nota un avance en consolidar un Gran Hermano, que todo lo sabe y todo lo requiere. La tecnología es de doble filo: facilita la labor de la administración, pero también allana el camino al totalitarismo. Un atenuante es que por primera vez se da un pequeño paso hacia la transparencia. Las boletas informarán separadamente el impuesto involucrado, para que lo conozcan los ciudadanos.
El Gobierno optó por cambios moderados y es un buen paso, aunque insuficiente para relanzar con fuerza el progreso. Si lo hizo como estrategia para facilitar su aprobación, ojalá le rinda frutos. Para desgracia de Chile, la oposición parece no tomar nota que con sus propuestas no ha logrado, ni logrará, ni mayor progreso ni más igualdad.
*Esta columna fue publicada con anterioridad en el centro de estudios públicos ElCato.org.