Llevo diez años yendo al gimnasio. De esos, nueve años y medio han sido imaginarios.
Desde el otro lado del vidrio todo se puede deformar hasta alcanzar la caricatura. Una excusa, porque si uno pegara el rostro al ventanal, el mundo de allá adentro se transformaría en una pátina menos difusa y sugerente. Sin embargo, yo siempre decidía otear desde lejos, tímido, a suficiente distancia para deformar a esos hombres y mujeres sudadas que subían y bajaban pesas negras, y para evitar entender qué los animaba a saltarse o retrasar el necesario desayuno o el almuerzo de mitad de jornada, el posterior café con los compañeros de oficina y esa caminata sin rumbo que minutos después de pagar la cuenta usamos para estirar las piernas y evacuar gases con disimulo, todas pausas que esos hombres y mujeres que yo veía a través de los gruesos ventanales del gimnasio habían decidido abandonar para dar privilegio a una extenuante rutina de ejercicios. La única vez que los entendí fue cuando los imaginé como una decidida hueste de gladiadores, un grupo de mentalizados esclavos y esclavas dispuestos a desafiar a Roma bajo el liderazgo de Espartaco.
Pero esas reiteradas digresiones se acabaron en los últimos seis meses, cuando decidí pasar al otro lado, al mundo de allá adentro, rebasar el grueso ventanal del gimnasio y, estimulado por mi grasa abdominal y el jadeo que me invadía al subir diariamente cuatro pisos de escaleras, dejar de fantasear y convertirme en uno más de esos hombres disciplinados que levantan pesas una y otra vez, que sudan arriba de la elíptica o simulan el ascenso de una cima encaramados en la máquina escaladora, porque pareciera que el sudor y el intenso esfuerzo que conlleva el ejercicio te entregan irremediablemente un mejor ánimo, más autoestima y la ausencia de ese deseo de querer escapar de la realidad.
Esta reconversión personal calza con la aparición de los resultados del Simce de Educación Física en Chile, un test que se aplica a estudiantes de 8º Básico, distribuidos a nivel nacional, examen que mide cuatro aspectos de la condición física: antropometría, rendimiento muscular, flexibilidad y resistencia cardiorrespiratoria -aspectos para los cuales se aplican ocho pruebas que incluyen la medición de estatura y peso, abdominales cortos, flexiones de brazos, salto a pies juntos y el Test Navette (que mide la potencia aeróbica), entre otras-. Paupérrimos y preocupantes resultados para el país (cuatro de cada diez estudiantes presentan sobrepeso u obesidad; el 43% de los hombres muestran deficiencias en su resistencia aeróbica, mientras el porcentaje de mujeres llega a 83%, entre otros resultados de la medición 2011), cifras que me hicieron recordar cuál había sido mi comportamiento deportivo durante la adolescencia, y compararlo con la realidad promedio del adolescente de hoy: ahí estaban los interminables partidos de fútbol en la cancha de tierra del barrio, los entrenamientos en la academia de tenis de mesa, el rol de “armador” en el equipo de volleyball, las carreras para arrancar de la policía cuando nos descubrían tomando alcohol en la vía pública...
Yo no era un deportista de alta gama, sino un chico más, parte del promedio. Si bien tenía una carga deportiva a través de distintas disciplinas que disfrutaba, prácticamente todos mis compañeros igualaban ese trajín. Y pese a que en esos años ya había aparecido el deseado y encandilador Atari (¡Space Invaders, Mario Bros, Pac Man!), quizás su prohibitivo precio hacía de la mayor parte de los hogares chilenos una tierra exenta de la actual manada de tentaciones sedentarias.
Según la Asociacion Chilena de Medicina, hoy se calcula que existen 300 mil obesos mórbidos en el país; que 82% de los chilenos muere por enfermedades cardiovasculares o diabetes; que 28% de los chilenos son obesos, y que 9,4% de los chilenos tiene diabetes, una cifra que sube a 15% sobre los 60 años. O sea, algo grave ha pasado en estas tres décadas de historia, no sólo en Chile, sino también en Latinoamérica, donde por ejemplo en México, en comunidades rurales el 70% de los niños de primaria desayuna con refresco, mientras que 80% de los adolescentes acompaña la comida con Coca-Cola, de acuerdo con un estudio de la organización El Poder del Consumidor (EPC). Qué duda cabe, algo hicimos mal, algo dejamos de hacer. Si tiene dudas, mire a su alrededor, e indíqueme cuántas actividades deportivas ve a la redonda, porque por estos lados, cada vez más, el deporte masivo ha sido erradicado del espacio público. Por eso es que destellan tanto las plausibles cicletadas, las encomiables maratones, las originales máquinas de ejercicios que algunos municipios han colocado en los parques, todas, lamentablemente lábiles iniciativas ante la grave realidad que se avecina.
Yo por mi parte seguiré perseverando, intentando escapar de la tentación de dar marcha atrás, cual Michael Jackson con su moonwalk, para quedar atrapado una vez más fuera del gran ventanal del deporte, oteando aquí y allá para buscar excusas que me apernen a mi escritorio.
En diez años más, espero decir que he pasado una década yendo al gimnasio, y que de esos, nueve meses y medio han sido presenciales.