Quizá la mayor paradoja de la política mexicana hoy radica en que el principal promotor de la oposición es el presidente, en tanto que ésta se empeña en desaprovechar cada oportunidad que se le presenta. Ensimismada y perdida en sus propios laberintos, los partidos y sus patéticos liderazgos parecen carecer de la capacidad para situarse en el momento -y en la oportunidad- en que tanto el gobierno como la ciudadanía los ha colocado.
Los líderes de la oposición parecen ratificar el dicho del gran actor John Quinton: “cuando los políticos ven luz al final del túnel, corren a comprar más túnel”. Los de oposición están todavía más obnubilados porque creen que no tienen nada más que perder, aún cuando el presidente se dedica afanosamente a ponerles una charola de plata enfrente cada mañana. Mucho más trascendente es la presión de la ciudadanía, factor antes inexistente en la política mexicana, hoy una potencial oportunidad.
Hace dos meses, la ciudadanía salió a manifestarse. Más allá de los números de cada una de las marchas, el hecho político es innegable, tanto así que el presidente dedicó semanas enteras, antes y después, al asunto de la ciudadanía marchando en defensa del INE. No hay nada como una ciudadanía envalentonada que encuentra una causa concreta y tangible que defender; mucho más cuando las percepciones de los marchantes chocan tan frontalmente con la retórica política cotidiana.
Pero el hecho de la marcha ciudadana no entraña, por sí mismo, trascendencia política. Las marchas son manifestaciones ciudadanas que envalentonan a los participantes y presionan a las autoridades, pero no se traducen, de manera automática, en votos, y menos en un sistema electoral tan inflexible que hace difícil (de hecho, desincentiva) el nacimiento o muerte de partidos políticos. En una palabra, para que una marcha trascienda es indispensable que los partidos existentes activen y movilicen las expresiones, miedos, protestas y aspiraciones de la ciudadanía y de la sociedad civil en general para convertirlos en acción política y, en su momento, en votos.
La marcha cohesionó a un segmento de la ciudadanía, le abrió un reducto a la sociedad civil y le ocasionó un boquete (especialmente en la Ciudad de México) al partido gobernante y a la apariencia de control absoluto que pretende el presidente, pero no constituye un factor susceptible de convertirse en agente político a la luz de los comicios de 2024. Incluso en el objetivo específico de la marcha, el INE, la ciudadanía apenas logró impedir que Morena hiciera de las suyas en ese y otros asuntos legislativos.
Para eso se requiere a los partidos políticos y ahí yace la gran incógnita de la política electoral en este momento: qué es y dónde está la oposición. La oposición hoy, con la posible excepción de Movimiento Ciudadano, no es más que un recuerdo. Desde luego, en todas las formaciones políticas hay individuos excepcionales con habilidades sobradas, pero los partidos mismos son virtuales entelequias dominadas por liderazgos lúgubres sin más ambición que la personal, ya de por sí pequeña, cuando no ruin.
El sistema electoral tan inflexible permite que se perpetúen tanto los partidos como los liderazgos, lo que incorpora un enorme grado de incertidumbre sobre la capacidad de esos partidos y liderazgos para convertirse en el vehículo susceptible de canalizar el sentir ciudadano. Para tener posibilidad de ganar una elección en 2024, la oposición tendrá que encontrar no sólo al candidato idóneo para tal propósito, sino articular un programa que atraiga a la ciudadanía, le robe al presidente el control de la narrativa y cree condiciones para que todos los partidos de oposición se coaliguen entre sí para convertirse en la fuerza transformadora que el país requiere y la ciudadanía demanda.
El reto es evidentemente enorme, pero existen tres elementos que previsiblemente asistirán en el proceso. El primero es el propio presidente, cuya obcecación continuará alienando a la ciudadanía y, por lo tanto, fortaleciendo las oportunidades de la oposición, como lo hizo con la marcha. El segundo es que estamos entrando en el periodo de sucesión, el lapso más complejo de la política de cualquier nación, donde se exacerban las vulnerabilidades, contradicciones e insuficiencias del gobierno y del sistema político en general. En este rubro, todos estos factores se van a agudizar y multiplicar precisamente por la naturaleza del presidente, de su partido y de la conflictividad que ambos le han impuesto al país. Finalmente, el tercer elemento serán las propias estructuras de la sociedad civil, que hoy son la verdadera fuente de organización, planteamientos, críticas y estudios que, de facto, han ido evidenciando el abuso del poder.
Lo que falta son los partidos de oposición, hoy perdidos en el espacio y sin mayor influencia pero con todos los elementos para convertirse en la fuerza arrolladora que el momento requiere. En su lecho de muerte, Voltaire decía que “éste no es el momento de hacer nuevos enemigos.” Los partidos que hoy caminan como zombis sin rumbo tienen en sus manos la posibilidad, y la responsabilidad, de hacer lo contrario.
En una palabra, la oportunidad está ahí. La pregunta es si la oposición, hoy patética, la podrá hacer suya.