Hace pocos días, Oswaldo Guillén, timonel profesional de equipos de béisbol en Grandes Ligas, declaró su amor y admiración por Fidel Castro. "¿Quieres saber por qué? -ofreció, explicativo-, "porque durante todos estos años mucha gente ha intentado matarlo pero el [&%&•$)/()¿?] todavía está ahí".
Como la entrevista fue concedida en el áspero inglés de gente ruda que se habla al sur de Chicago, donde está el parque de los Medias Blancas, antiguo equipo de Ozzie, debemos suponer que el pudibundo corchete relleno de arañitas que inserta la prensa gringa en la transcripción quiere decir algo así como "moderfocker", equivalente a nuestro enfático "coñoe'sumadre".
Que se sepa, el manejador venezolano que, al momento de formular sus declaraciones y hasta nuevo aviso, es el manejador de los "Marlins de Miami", no aportó otras razones para su admiración. Sólo esa: el Comandante Moderfocker sigue allí, a pesar de más de seiscientos intentos de magnicidio, reales o imaginados por el G2 cubano. Sólo eso, el superlativo récord de sobrevivencia y su correlato, el de ininterumpida permanencia en el poder, es lo que lleva a Ozzie a afirmar "amo a Fidel".
La fanaticada de los Marlins, en su gran mayoría cubanos en el exilio y cubanos de origen estadounidense, ha puesto el grito en el cielo y ahora alienta un boicot al equipo floridano que no cesará hasta que despidan al réprobo.
La gerencia general del equipo se ha "desmarcado", como suele decirse, con una declaración de prensa que inequívocamente censura las opiniones del antiguo shortstop de los Media Blancas y de los Orioles de Baltimore. Se ha afirmado insistentemente que Ozzie, el hablachento Ozzie, el desenfadado Ozzie que siempre contaba con la absolución luego de cada uno de sus provocadores despropósitos, se ha quedado al fin sin trabajo en la Gran Carpa.
De súbito, el cielo de la Florida se ha vuelto de concreto armado antes de caerle encima a Ozzie mientras todo el mundo, urbi et interneti, como diría mi entrañable amigo Ricardo Bada, piensa que el venezolano merece al menos ser sumergido a la fuerza en un barril de brea y emplumado hasta la gorra antes de desterrarlo para siempre de Miami.
Mientras escribo esta bagatela, sin embargo, llega la noticia de que la alta gerencia de los Marlins ha suspendido al lenguaraz por solamente cinco partidos. Y, casi inmediatamente, comienza una rueda de prensa televisada en la que Ozzie toma para sí el de un Heberto Padilla forzado a "autocriticarse" ante la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.
A despecho de su rueda de prensa, me late que el hoy "arrepentido" Ozzie sigue creyendo que Fidel es digno de admiración porque ha estado allí contra viento y marea y "no se ha dejado tumbar", pero, ¡cuidado!, eso mismo creen millones de latinoamericanos.
Digo "creen" y no "piensan" porque, tal como dejó dicho el gran Juan de Mairena, bajo lo que se piensa está lo que se cree.
La tiranofilia es la disposición a condonar de antemano todas las arbitrariedades de un déspota en la creencia de que la sujeción a poderes independientes del Poder Ejecutivo no es más que un estorbo para el iluminado que nos tiraniza y "hay que dejar trabajar". La permanencia en el poder absoluto es acaso el supremo valor en nuestras sociedades, acostumbradas a abdicar de sus responsabilidades otorgándole a un iluminado imprescindible la potestad de tiranizar. Ella ha avivado en todo tiempo el argumento en pro de la reelección.
En Venezuela, pese a ser una democracia desde 1958 , ha sido frecuente gobernar con poderes especiales, los hechos, por completo dictatoriales, durante casi la totalidad de los períodos presidenciales. Gobernó así Rómulo Betancourt, so pretexto de derrotar la insurgencia guerrillera. Igual hizo Carlos Andrés Pérez, en su primer período, para afrontar mejor las turbulencias del boom petrolero del 73.
Y lo ha hecho Chávez durante 14 años, sin "burguesas" rémoras leguleyas que entorpezcan sus salvadores designios. Y ni hablemos de la primera mitad del siglo pasado, y mucho menos del siglo de Bolívar, aquel incomprendido, beneficiario perpetuo de poderes dictatoriales invariablemente extorsionados al Legislativo cada vez que se le trancaba el serrucho.
De modo que, concedido: Guillén es insincero en su retractación porque, siendo latinoamericano, en el fondo de su corazón -en el corazón de su corazón, según dice la locución gringa- admira a Fidel Castro, sí, pero ni más ni menos que lo admiraban las empingorotadas señoronas de la high society caraqueña cuando, en 1989, se desmoñaban por estrechar la mano de Fidel, invitado estrella a la coronación de Carlos Andrés Pérez. Y por las mismas razones: "No se le puede quitar que es un hombre de una gran personalidad. ¡Cuántos Presidentes no ha visto pasar por la Casa Blanca y él sigue estando allí, convencido de su vaina".
Por todo lo que sabemos, la mitad de nuestros compatriotas apoya los usos de Chávez, mientras que un gran contingente del bando opositor considera, ¡todavía hoy!, que los políticos, al fin los oficiantes del juego democrático, deberían hervir todos en las pailas del infierno.
*Esta columna fue publicada originalmente en ElMundo.com.ve.