Dos conceptos nos ofreció Peña Nieto en su discurso (por su cuenta anual). Los dos se empiezan a gastar. El primero es el de los frutos de la vía reformista. El segundo, el de una democracia madura capaz de lograr y respetar los acuerdos.
Tal y como el presidente lo anunció en alguno de sus promocionales, en el Primer Informe de Gobierno no hubo triunfalismos. No podía ser de otra manera. El mensaje fue una oferta de futuro muy parecida a la que entregó el 1 de diciembre de 2012 cuando tomó posesión, porque a nueve meses de distancia al presente, no le alcanzó para dar buenas noticias en ninguno de los ejes que marcarían a su administración en lo interno. Poco se ha avanzado en las tareas de tener un “México en paz”, un “México incluyente”, un “México próspero” y un “México con educación de calidad”. Menos aún, un México con mayor acceso a la justicia y menor corrupción, más transparente y más dispuesto a rendir cuentas. Esta importante agenda simplemente no apareció entre sus preocupaciones. Como si no fuera parte indispensable de la modernidad.
Lo que ofreció a la población fue un discurso cifrado en la esperanza de las reformas por venir y lo que le pidió fue apoyo y un acto de fe en la vía reformista. No se ofreció la tradicional sucesión de indicadores, porque no había manera de sustentar una mejoría digna de comunicar. Lo que sí hubo fue una reseña de las reformas aprobadas y por aprobar. Reformas que, aunque importantes y necesarias, a la población no le dicen casi nada porque su rendimiento, si lo hubiere, exige unos plazos tan lejanos que matan la esperanza.
Ante la ausencia de buenos resultados, había otras opciones. No se trata de abandonar el empeño reformista, pero ante una realidad renuente a cambiar con rapidez uno hubiese esperado no sólo un mensaje de esperanza sino una pausa en el camino y una reflexión sobre qué otras cosas, además de las reformas, puede hacer un gobierno para mejorar el bienestar de la población. No un golpe de timón, pero sí la posibilidad de explorar un acompañamiento a la política reformista. Que no haya habido autocrítica ni anuncios de cambio de estrategia revela que Peña Nieto está convencido de que va por el camino correcto aunque, según las encuestas, los mexicanos miramos con escepticismo el presente económico y no pensamos que el futuro cercano vaya a ser mejor. Son casi siete de cada diez encuestados los que opinan que están hoy peor que en el pasado y otro tanto los que sospechan que el año entrante la situación será la misma o incluso se agravará.
Un gobernante debe tener visión de Estado y apostar al futuro, pero tiene la obligación de atender el corto plazo, porque sin presente no hay futuro. La ruta de la transformación no se riñe con el día a día.
Su otro concepto, la democracia madura, también es más una ilusión que una realidad. Cómo hablar en este país ya no de una democracia madura, sino de una normalidad democrática cuando hace años que no se puede rendir el Informe ante el Congreso y entablar un diálogo con las fuerzas políticas que gobiernan con el Ejecutivo o cuando hacen falta seis policías por legislador para garantizar su seguridad. Cómo creer en la madurez democrática si no se respeta el derecho de la mayoría a decidir. Cómo dar crédito a la advertencia de que las minorías deberán respetar la democracia, las instituciones y libertades de todos cuando quedan impunes la toma del aeropuerto, el bloqueo de las principales avenidas de la capital y el asalto al Congreso. De esas minorías habló el Presidente con firmeza. Frente a esas minorías actuó con tibieza.
Vender futuro tiene sus riesgos. Los 120 días que ofrece Peña para dar el gran salto y transformar a México son en realidad 120 días para terminar de aprobar las reformas estructurales a las que Peña ha apostado el futuro del país y el rostro de su administración. Pero los logros legislativos de los que con razón puede ufanarse y para los cuales pide apoyo, no son más que condiciones de posibilidad de ese brillante futuro. Si se tiene éxito, ahí comenzará el trabajo de verdad, porque la vía reformista tiene al menos tres etapas.
La del cambio constitucional que supone el concierto de más voluntades que las de una mayoría simple. Son más lucidoras y están llenas de simbolismo, pero al final no requieren de los detalles en donde suelen entramparse los acuerdos. La segunda es la del aterrizaje de esas reformas en leyes secundarias que definen los alcances, velocidad y profundidad de los cambios. La tercera, por la que ninguna de las reformas aprobadas durante la gestión de Peña Nieto ha transitado, es la de la operación y ejecución. En ellas radica su éxito, su potencial transformador.
El Primer Informe no fue triunfalista, pero tampoco realista. En 120 días no llegarán los resultados ni se habrá operado la gran transformación. Los logros legislativos son muy importantes y no hay que dejar pasar la oportunidad, pero hay que ubicarlos en su justa dimensión. No son más que condiciones de posibilidad para el despegue.
*Esta columna fue publicada originalmente en Excelsior.com.mx.