Tres expresiones resumen el desencuentro que caracteriza a la economía del país en la actualidad y que explican la parálisis (estancamiento con fuerte propensión a recesión), falta de progreso y pésimos prospectos. La retórica presidencial podrá disfrazar la problemática con frases rimbombantes como “este no es un cambio de gobierno, es un cambio de régimen,” “cuarta transformación” o “primero los pobres” cuando, en realidad, lo que está ocurriendo es un rápido deterioro.
Algunas de las frases que se han tornado en prototípicas del gobierno son reveladoras de su visión del mundo, pero especialmente de lo aferradas a un tiempo específico: “Abrazos, no balazos” y “Yo tengo otros datos” reflejan una forma de hacer política y encarar problemáticas clave, pero ninguna es tan indicativa como la que ha expresado numerosas veces a lo largo del tiempo: que “la economía debe subordinarse a la política.” No conozco, ni he observado a político alguno en el mundo, que no desee esto último: hasta hace no muchas décadas, los gobiernos efectivamente controlaban y administraban las principales variables que hacen funcionar a la economía, pero eso desapareció en el último tercio del siglo pasado no por voluntad de alguien en particular, sino por el cambio tecnológico y de las comunicaciones que sobrecogió al mundo. No es casualidad que, a partir de ese hecho, virtualmente no hay país en el mundo –incluyendo a Cuba, Corea del norte y Vietnam- que no se haya volcado a la atracción de la inversión y lo hayan hecho no por gusto sino porque no hay de otra.
Yo veo tres temas clave que explican la parálisis que estamos viviendo en materia económica que se derivan de lo anterior. Primero, la naturaleza del mundo económico en el siglo XXI y por qué choca con la estrategia gubernamental; segundo, la importancia de las formas y, sobre todo, de la confianza; y, tercero, la cloaca que destapó el propio presidente.
En cuanto al mundo económico, la realidad del siglo XXI no guarda semejanza con la de mediados del siglo XX en que el gobierno mantenía cerrada y protegida a la economía. En esa era, el gobierno efectivamente subordinaba las decisiones económicas a las políticas, pero eso desapareció por la forma en que evolucionaron las formas de producir en el mundo (la llamada globalización y las cadenas de suministro) y, sobre todo, por la ubicuidad y disponibilidad de información fuera del control gubernamental. Una vez que se liberalizó el mundo de la economía, ésta dejó de estar bajo control de los gobiernos y no hay retorno, excepto si se está dispuesto a generar una depresión.
De lo anterior se deriva otro cambio fundamental en las relaciones políticas en torno a la economía: a partir del momento en que desaparecieron los controles en materia de inversión, exportación e importación los gobiernos no tuvieron mayor alternativa que la de dedicarse a convencer a sus poblaciones y a las comunidades de inversionistas, empresarios y financieros, tanto nacionales como extranjeros, de la bondad de sus proyectos. Una vez que el mundo se convirtió en el espacio de acción económica, todos los gobiernos compiten por la misma inversión y la única forma de captarla es creando condiciones que le sean atractivas y con fuentes de certidumbre que les generen confianza. La decisión de ahorrar e invertir pasó de los gobiernos a los ciudadanos e inversionistas y no hay nada en este mundo, y menos la pretensión de un “cambio de régimen,” que lo vaya a cambiar. Exactamente lo mismo se debe decir del equivalente político para el INE, el Tribunal Electoral y la Suprema Corte.
Finalmente, el presidente abrió una cloaca de la que todavía no se da cuenta pero que afecta radicalmente el momento actual. Por muchos años, un gobierno tras otro fue construyendo mecanismos institucionales diseñados para conferirle certidumbre a los agentes económicos y a la sociedad en general. Así nacieron las instituciones autónomas, cada una persiguiendo un objetivo específico (acceso a la información (INAI); regulación en el mercado energético (CRE, CNH); protección de los derechos ciudadanos (CNDH); certeza para los procesos electorales y regulación de los partidos políticos (INE, Tribunal Electoral); y resolución de disputas entre poderes públicos (Suprema Corte).
Hoy sabemos, en retrospectiva, que la vigencia y trascendencia de estas instituciones se debió no a la legitimidad de que gozaban, sino al respeto que sucesivos presidentes y administraciones les dispensaron. La facilidad con que el presidente las neutralizó o eliminó ilustra su debilidad intrínseca. Lo que el presidente no reconoce es que, al implícitamente declarar “el rey está desnudo,” eliminó fuentes clave de certidumbre para la ciudadanía y para los inversionistas y ahorradores. Una vez expuesta, esa cloaca se ha convertido en caja de Pandora.
El problema ahora es recobrar la efímera confianza que esas entidades generaban, una tarea de por sí compleja, pero imposible para un gobierno cuya razón de ser es la de negar que ese problema existe o es uno válido. La crisis de crecimiento y la forma en que el coronavirus probablemente la agudizará, le obligará a actuar. La gran pregunta es si actuará de manera constructiva o autoritaria.