Cuarenta años después del golpe de Estado del 11 de septiembre encabezado por el general Augusto Pinochet, que derrocó al presidente democráticamente electo Salvador Allende, muchos extranjeros, sabiendo de mi trayectoria como opositor activo a Pinochet, insisten en hacerme una pregunta: ¿acaso no fue Pinochet el responsable del milagro económico que transformó a Chile en un ejemplo de éxito?
Un reciente editorial del Wall Street Journal expresó el deseo que los “egipcios tengan nuevos generales en el molde de Augusto Pinochet” que “reclutó reformadores pro-libre mercado y facilitó la transición a la democracia.” Jonah Goldberg hizo un planteamiento similar en el artículo del Los Angeles Times titulado “Iraq necesita un Pinochet”.
Pinochet personificó una contradicción inquietante. Ganó elogios por la transformación de la economía, manejada por los “Chicago Boys” (los estudiantes chilenos de Milton Friedman en la Universidad de Chicago), en una de las más prósperas de América Latina, fomentando el crecimiento de las exportaciones, la eliminación de las barreras arancelarias, el establecimiento de un Banco Central independiente capaz de controlar las tasas de interés y los tipos de cambio, y privatizando la seguridad social y las empresas estatales. Chile se convirtió en el modelo del Consenso de Washington para los países dispuestos a “poner su casa en orden”.
El principal problema de los defensores de Pinochet fue su brutalidad y corrupción. Esto explica por qué, a pesar de que el gobierno de EE.UU. intervino para desestabilizar a Allende e inicialmente respaldó al dictador, Pinochet nunca encontró una amistad duradera en Washington. Si sólo hubiera modernizado la economía de Chile sin asesinar, torturar y exiliar a decenas de miles de disidentes y no hubiese sido descubierto con cuentas bancarias secretas en el extranjero, piensan algunos. Lo que más parece importar a sus simpatizantes es que Pinochet, como Mussolini, “hizo que los trenes funcionasen a tiempo.”
Sin embargo, las bases de la modernización económica preceden a Pinochet. La reforma agraria de la década de 1960 e inicios de los 70 desarticuló los latifundios ineficientes, permitiendo que el régimen militar estimulara una economía impulsada por la agroindustria y orientada a la exportación. Antes del golpe de 1973 los chilenos disfrutaban de un alto nivel de educación (la tasa de analfabetismo era inferior al 10% en 1970), la desnutrición y la mortalidad infantil declinaban por décadas, las universidades chilenas se encontraban entre las mejores de las Américas, y el Banco Central, el Servicio de Impuestos Internos y la Contraloría General de la República eran instituciones estatales sólidas.
¿Podría Chile haber alcanzado la prosperidad sin Pinochet? Mi respuesta es que sí. Muchos países de América Latina que sufrieron crisis económicas en las décadas de 1970 y 80, como Brasil y Perú, introdujeron reformas económicas profundas y difíciles, aunque no sin oposición.
No hay que equivocarse: un régimen como el de Pinochet no es un mal necesario. Ninguna nación necesita un tirano para modernizarse y alcanzar el bienestar. Como bien escribió Mario Vargas Llosa, las reformas impuestas por las dictaduras siempre resultan en “atrocidades que dejan secuelas cívicas y éticas infinitamente más costosas que el status quo.” Al final, la libertad económica rara vez se desarrolla en ausencia de libertad política.
Fue justamente el retorno de la democracia en 1990 que comenzó a poner remedio a los costos sociales heredados de la era Pinochet. En las dos décadas siguientes, el país creció a más del 5%, casi el doble de la tasa de crecimiento de las tres décadas anteriores. Los salarios promedios reales eran 74% superiores en 2009 que en 1989 y el salario mínimo se había multiplicado por 2,37. De 1990 a 2011, la pobreza cayó del 40,8% al 9,9%, el consumo de carne aumentó de 36,6 a 84,2 kilos por habitante; el número de hogares con refrigeradores aumentó del 55% al 92%, y los hogares con lavadoras subieron del 37% al 82%. Pero Chile sigue siendo uno de los 15 países más desiguales del mundo, según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, a pesar de que los subsidios para los más pobres han ayudado a paliar la brecha de la desigualdad de ingreso.
El milagro social de Chile está aún por llegar. Se necesita más inclusión social, educación de calidad y asequible para todos, y una reforma fiscal. Las recientes manifestaciones callejeras en Chile y otros países de la región están siendo lideradas por las nuevas y vulnerables clases medias, altamente endeudadas y frustradas por las desigualdades persistentes, exigiendo servicios públicos eficientes y trato decente.
Al igual que las diversas identidades que utilizó en sus cuentas bancarias secretas, Pinochet significa diferentes cosas para diferentes sectores. Algunos continuarán subrayando que él defendió las reformas económicas que transformaron a Chile e influyeron en otras naciones.
Pero Pinochet será recordado mucho más como un símbolo de la represión que como un reformador económico. Simbolizando los nuevos tiempos, la Avenida 11 de Septiembre de Santiago, designada así para celebrar la fecha del golpe de Estado de Pinochet, finalmente cambió su controvertido nombre gracias a la iniciativa de una alcaldesa recién llegada a la política. La era del dictador terminó, aunque Pinochet sigue proyectando su larga sombra.
*Esta columna fue publicada originalmente en la revista Humanum del PNUD.