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Una tomografía actual de la vejez mexicana
Lun, 14/05/2018 - 10:41

Fernando Chávez

Los saldos económicos de la guerra mexicana contra el poder narco
Fernando Chávez

Fernando Chávez es economista y docente de la Universidad Autónoma Metropolitana de México (UAM). Actualmente es coordinador del sitio de divulgación económica El Observatorio Económico de México. Su línea de investigación abarca remesas y migración, política monetaria, banca central, federalismo fiscal y macroeconomía. Desde 1984 se desempeña en el ámbito editorial como autor y coordinador de publicaciones, boletines, revistas y secciones de periódicos.

Dicen los que saben mucho de este tema social inagotable, los demógrafos, que el mundo actual está en una “transición demográfica”. Esto significa que, en general, la población
mundial vive un proceso de envejecimiento. El asunto parece irremediable. Muchas son las causas, pero hay una que quizá es la de mayor peso: el descenso de la mortalidad en la
especie humana, lo cual de alguna manera nos ha llevado a ser más longevos; así, la llamada “esperanza de vida” se ha ido para arriba y, de todo ello, resulta que poco a poco, pero sin pausa, se ha incrementado el peso relativo de los adultos mayores. En nuestro país hay casi 34 millones de hogares; en ellos el 30% contiene al menos una persona de 60 y más años. Y según cifras oficiales, para 2015 los viejos representaban 10% de la población total.

México vive hoy esta transición demográfica, que transcurrirá en muchos menos años de los que registrarán los países desarrollados. En estos últimos tal transición se estima que
tomará entre 40 y 100 años, mientras que en nuestro caso (y en toda América Latina) durará entre 20 y 30 años. Dentro de 35 años, se estima que el 20% de la población mexicana estará compuesta por personas de 60 años y más.

Los datos demográficos actuales todavía llaman a la tranquilidad: la población menor de 15 años representa 27% del total, mientras que el grupo de 15 a 64 años constituye el 65% y la población en edad avanzada representa el 7%. No hay que perder de vista este dato fresco:  entre 2000 y 2015 la población de adultos mayores casi se duplicó, pues pasó de 7.5 millones a 12.1 millones de personas.

Vistas estas últimas cifras de otra forma podemos señalar que hoy una de cada diez personas tiene 60 años y más. Enfatizo que en este grupo de población hay 1.6 millones de personas que viven solas y la mayoría son mujeres (63%): una multitud de viejos en soledad que tienen circunstancias familiares nada envidiables.

Cabe preguntarse desde ahora si la sociedad y el Estado están preparados para enfrentar una problemática social como ésta. Me temo que no, pues ni hay consciencia colectiva de su existencia y tampoco se reconoce la necesidad de prepararse para tener una nueva estructura poblacional, que tendrá una magna repercusión indeseable en los niveles de pobreza y de bienestar familiar.

Comúnmente se asocia la vejez al retiro o al descanso. Esta es una verdad a medias, rayando en una vil fantasía. Los datos recientes se encargan de ubicarnos en la cruda realidad: en el primer trimestre de 2017, la tasa de participación económica de la población de 60 y más años era de 34%; en los hombres de 51% y en las mujeres de 20%.

Como se puede apreciar con estos datos simples, el mercado laboral sigue absorbiendo a los viejos, y no precisamente en condiciones aceptables, ni por salarios ni por
prestaciones, y con sus derechos laborales cercenados.

De acuerdo al INEGI, hay tres aspectos relevantes entre la población ocupada que tiene 60 y más años. Uno, que prácticamente la mitad labora por cuenta propia (49%), existiendo los que no perciben remuneración alguna por su trabajo (4%). Dos, que en los adultos mayores que se ocupan de manera subordinada y remunerada (38%), la mayoría no tiene acceso a instituciones de salud por su trabajo (61%). Tres, los viejos laboran sin tener un contrato escrito (62%) y casi la mitad (48%) no cuenta con prestaciones. De hecho, 73% trabaja de manera informal. Cifras y más cifras que nos llevan a una conclusión irrefutable: la gran mayoría de los viejos que siguen trabajando en la economía informal lo hacen en condiciones precarias e inseguras, que los hace muy vulnerables. Estos adultos mayores prolongan su vida laboral debido a su inestabilidad financiera, a sus bajos ingresos, así como a la carencia total de protección social. El envejecimiento poblacional avanza, pero la seguridad social es excluyente en el mercado laboral informal.

¿Y qué sucede con los viejos que se ubican abiertamente en la población no económicamente activa (PNEA), es decir, qué pasa con los viejos que ya no trabajan? En 2013 sólo una cuarta parte (26%) de los adultos mayores se encontraban pensionados. Es decir, la inmensa mayoría (84%) no cuenta con ninguna protección económica final asociada a una larga vida laboral. Esto es totalmente predecible si nos queda claro que hoy en México el peso del empleo informal es desproporcionadamente mayoritario. Por lo mismo, mucho antes de llegar a la senectud millones de hombres y mujeres en activo ya tienen un destino fatal: vejez con pobreza.

Entre los pocos que tienen la suerte de tener una pensión al final de su vida laboral, hay brechas enormes, vergonzosas. Salta a la vista, por ejemplo, que las pensiones que se
ofrecen en el banco central, en la banca de desarrollo, en Pemex y en la CFE están mucho muy por encima del monto promedio de pensiones que se tienen en otros organismos
públicos. Hace quizá un par de años, el diario Reforma publicó un dato escandaloso que nunca fue desmentido: once jubilados de Pemex, once, absorben 27 millones de pesos anuales, es decir, entre 201 mil y 211 mil pesos al mes. Estos bribones sí son mexicanos de primera, quién lo duda.

El binomio vejez-pobreza se ha estado atenuando un poquito con ciertas ayudas económicas provenientes de fuera de las familias, que ciertamente atemperan esa situación lamentable, pero que son a todas luces insuficientes para lograr niveles de bienestar aceptables. Las políticas sociales han jugado en esto un rol poco relevante: del total de hogares con al menos un adulto mayor, 49% ha contado con apoyos de programas gubernamentales y el 29% ha recibido donativos de otros hogares o instituciones públicas.

En un país como México el flujo anual de las remesas familiares externas (provenientes de los Estados Unidos), es de enorme significación económica; hay que revisar un poquito su efecto en los 33 millones de hogares mexicanos, pues cerca de diez millones tiene al menos un adulto mayor. En este último grupo cabe destacar que el 7% recibe remesas. Es pertinente destacar que los principales receptores de tales envíos son las madres, las cónyuges y los padres. Estos ingresos están básicamente destinados a la manutención de los hogares y a solventar los gastos familiares de salud, entre otras necesidades básicas.

No existe refrán o aforismo sobre la vejez que exprese plenamente su triste realidad. La situación socioeconómica actual y futura de la mayoría de los adultos mayores de México es infeliz y quebradiza. La vulnerabilidad extrema de este segmento de la población no es sorprendente. La buena vejez es privilegio de unos cuantos. El contexto histórico de la “mala vejez” dominante es innegable: pobreza masiva, empleos precarios, informalidad apabullante, salarios tacaños, concentración del ingreso, desigualdad de oportunidades, bajos niveles de escolaridad, entre otras mil cosas más. Revertir o minimizar estas circunstancias determinantes de una inequidad social explosiva no será fácil ni inmediato, pero no es imposible en el largo plazo. Ajustes y reformas económicas y sociales de gran calado serán el punto de partida y, aun así, el camino a seguir será largo y lleno de obstáculos de todo tipo. Un nuevo esquema social que cobije y proteja a los viejos es parte de la utopía democrática que hay que promover y defender.

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