El damero geoestratégico regional está hoy más revuelto que nunca. La sexta cumbre de Unasur que concluyó el pasado viernes en Lima fue cualquier cosa menos una cumbre, si se toma en cuenta la ausencia de cuatro presidentes clave: Dilma Rousseff, Cristina Fernández, Hugo Chávez y Evo Morales.
Con razón, la enviada especial del diario argentino Clarín, Eleonora Gosman, dijo que la cita “marcó un retroceso para el foro regional”. Y que “no deja de ser llamativo que los faltazos procedieron de los gobiernos más entusiastas respecto a Unasur: Brasil, Argentina, Bolivia y Venezuela”. El mensaje es evidente y claramente no dice relación con las súbitas enfermedades o necesidades de agenda que se esgrimieron para justificar las inasistencias.
Otras son las razones, sin duda, para no haber dado quórum al encuentro en Lima. La principal de ellas fue explicitada también, a su turno, en el análisis de Gosman, que se refirió a “la dificultad de este grupo en fijar posiciones respecto de los nuevos conflictos en la región”. La decisión del colombiano José Manuel Santos de rechazar, en duros términos, el fallo de la Corte de La Haya sobre el diferendo marítimo de su país con Nicaragua alejó del cónclave al bloque del ALBA, al que desde Hugo Chávez para abajo se supone solidario o afín con el gobierno del sandinista Daniel Ortega.
El resultado: una Unasur fragilizada, por ejemplo, frente al paraguayo Federico Franco, único mandatario no invitado a la reunión, a partir de su ascenso al poder que dejó en el camino al ex obispo Fernando Lugo, y que provocó la repulsa generalizada de los países de América del Sur.
Junto a esta agenda explícita, hay otros motivos que seguramente han incidido para que el encuentro en el Palacio Pizarro haya carecido del brillo que el dueño de casa, Ollanta Humala, previó para esta cita, en la que hubo mucha pompa pero poca sustancia y circunstancia.
De hecho, hasta el ecuatoriano Rafael Correa se las arregló para hacer saber, con gestos y no palabras, que tampoco estaba pletórico de entusiasmo al llegar al Rímac, puesto que arribó sobre la hora y con las deliberaciones ya iniciadas. Lo que lo privó de aparecer en la “foto de familia”, donde las estrellas fueron Humala, Piñera, Santos, José Mujica y Amado Boudou, vicepresidente argentino, quien hizo la v de la victoria peronista para darle un poco de color al deslucido acto ceremonial.
Brasil, por citar un caso paradigmático, no envió ni siquiera a su canciller Antonio Patriota -como sí lo hicieron Venezuela y Bolivia- y optó por hacerse representar, siguiendo el modelo cristinista, por el vicepresidente Michel Temer, una figura protocolarmente importante pero de poca o ninguna significación a la hora de cerrar acuerdos concretos.
Las razones del desaire brasileño las explicó, en su momento, con lujo de detalles, Javier Diez Canseco, diputado socialista peruano -actualmente suspendido en sus funciones congresales- que es un agudo observador de la coyuntura internacional de la región.
Para él, “la VI Cumbre resintió el enfriamiento de las relaciones de Brasil con el Perú ante la decisión de comprar aviones coreanos en lugar de los Tucanos brasileños, la negativa a ampliar el plazo a Petrobrás para la exploración y certificación de reservas del lote 58 de Camisea (que llevaría a un arbitraje internacional) y los problemas en implementar el Gasoducto del Sur ante el planteo de Humala de ir por la vía del ‘gasoducto virtual’”.
“Estos asuntos -añade el parlamentario, quien es un referente importante de la izquierda de su país-, además del juego peruano de facilitar la reactivación del TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia recíproca, que es un muerto sin sepultura desde la guerra de Malvinas en 1982; la referencia entre paréntesis, obviamente, es nuestra…) con los EE.UU. versus el Consejo de Defensa de Unasur, explicarían la ausencia de Dilma de la VI Cumbre”.
Una elección con consecuencias. En opinión de Diez Canseco, Brasilia y otros actores regionales de relevancia habrían llegado a la conclusión de que “el Perú ha virado a privilegiar la Alianza del Pacífico (México, Colombia, Perú y Chile con EE.UU. frente a Unasur”. En consecuencia, mal podría aspirar a seguir teniendo un tipo de relación con los países de la orilla atlántica del hemisferio que implique densidad y profundidad estratégica. Y que, en definitiva, lo estaría condenando a que la presidencia pro témpore de Humala en Unasur se “difumine, sin pena ni gloria”.
Por otra parte, mientras Unasur permanece en el freezer, otro organismo multilateral a nivel regional se activa y se expande con gran fuerza. Ese organismo es Mercosur, que con la próxima entrada de Bolivia alcanzará una estatura y una proyección cada vez más significativa.
El canciller David Choquehuanca ya señaló que en la cumbre del organismo, a realizarse el 6 y 7 de diciembre en Brasilia, "iniciaremos un proceso de diálogo, un proceso de trabajo" para la incorporación plena de Bolivia al bloque, en respuesta a una invitación formulada por Iván Ramalho, alto comisionado del Mercosur que visitó recientemente La Paz.
De este modo, el Mercosur ganara una nueva dimensión geopolítica al incorporar las subregiones amazónicas, andina y caribeña, extender el bloque económico desde el extremo sur hasta el norte del continente, y contar en su haber con las tres grandes cuencas fluviales del espacio regional: los ríos Orinoco, Amazonas y La Plata.
Ya que, como es sabido, Venezuela se incorporó al Mercado Común del Sur luego de que el “golpe blanco”, de carácter parlamentario, contra el gobierno de Lugo en Paraguay, permitiera superar el veto que durante seis años mantuvo el Congreso de Asunción para impedir que Venezuela formara parte del bloque. Decisión que fue aprobada en la reunión extraordinaria de Mercosur, llevada a cabo en julio pasado en Brasilia, y que fue un efecto secundario no deseado de la ruptura institucional promovida por Franco.
Lo que supone, asimismo, un golpe de gracia, difícil de resistir, para la alicaída Comunidad Andina de Naciones (CAN), desgarrada entre proyectos que son intrínsecamente excluyentes: por un lado, el neoliberalismo a ultranza de Colombia y Perú; y, por el otro, el comunitarismo nacional-desarrollista, que se ensaya en Bolivia y Ecuador.
Lecciones para Chile. Como sea, si hay un país que debiera tomar nota de los acontecimientos y entretelones que han rodeado a la fallida cumbre de Unasur en Lima, ese país, a no dudarlo, es Chile, que se apresta, a su vez, a ser sede de otro evento de carácter multilateral, que al igual que el de Unasur podría terminar en un eventual y rotundo fracaso.
Nos referimos a la cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), cuya realización está prevista para enero del año próximo en Santiago. Ocasión en la que Sebastián Piñera, quien ejerce actualmente la presidencia pro témpore del organismo, debería entregarle esa responsabilidad al jefe de Estado cubano, Raúl Castro. Y que servirá también para un encuentro vis a vis entre los países miembros de esta singular OEA, de la que sólo están excluidos EE.UU. y Canadá, con sus pares de la Unión Europea.
Consciente el gobierno de Piñera de que lo aquí se juega es buena parte de la imagen y el legado internacional de su administración -en un momento, además, particularmente delicado, dada la situación de fricción que se vive con Perú, en función de los alegatos que se registran en estos momentos en La Haya, donde ambos países litigan en torno a sus límites marítimos-, uno podría suponer que el canciller Alfredo Moreno extremara sus esfuerzos para tratar de que todo transcurra en un marco de calma y placidez.
Aunque la complicada situación regional, como ya lo mencionamos al principio, conspire de por sí para enturbiar las aguas. En estas circunstancias, Moreno estará obligado a actuar con el máximo pragmatismo posible. De hecha, la “troika” organizadora de la cita -Venezuela, primer anfitrión de la Celac; Chile, sucesor en la posta, y Cuba, el tercero en recibir el testimonio- es un ejemplo de la suma de las contradicciones que albergan proyectos ideológicos y políticos muy distintos.
Pero todos deberán deponer sus diferencias para demostrar que, a pesar de ellas, “podemos buscar beneficios para los pueblos trabajando juntos”, como afirmó hace poco tiempo el canciller chileno. Y en ese contexto está más que claro que Chile deberá también bajar los decibeles de su activismo pro Alianza del Pacífico.
Una actitud que le ha valido resquemores principalmente de parte de Brasil, que no puede evitar observar en ello un proyecto alentado por intereses extrarregionales que buscan equilibrar, vía contrapesos y balances, el rol de un “global player” que para algunas potencias es percibido como una fuerte amenaza emergente.