Biden es un espécimen raro en el mundo de la política. A pesar de su edad y de su (histórica) dislexia discursiva, ha probado ser diestro en materia legislativa y, aunque no se le reconoce, ha avanzado una agenda de una manera mucho más exitosa de lo que parecería posible en un contexto de enorme polarización. El hecho tangible es que Biden ha alterado tanto a la política económica como a la política exterior de su país. El veredicto sobre la bondad de estos cambios todavía está por verse, pero sea cual fuere éste, México va a verse impactado.
Más allá de personalidades, Biden comparte una característica con Reagan, su predecesor de los años ochenta. Reagan era un gran actor, con extraordinaria capacidad discursiva, pero sin la menor pretensión de ser un intelectual profundo, como lo fueron Adlai Stevenson (dos veces candidato en los cincuenta) o Barack Obama. Biden tampoco tiene ni la menor aspiración intelectual, pero se apega, como Reagan, a un conjunto de principios muy claros y simples que orientan sus decisiones y su actuar. Desde luego, esos principios son radicalmente distintos a los de Reagan, toda vez que no sólo ha roto con la noción de Estados Unidos como la potencia promotora del desarrollo económico mundial, sino que se ha abocado a promover una política industrial introspectiva y a proteger a los trabajadores sindicalizados.
Bidenomics, como se ha dado por llamar a su estrategia económica, no es otra cosa que una burda manera de promover, a través de enormes subsidios, la instalación de plantas manufactureras de bienes de alta tecnología, especialmente procesadores sofisticados, y energía sustentable, como parte de su estrategia para competir con China. Esta vertiente económica complementa a la agresiva política exterior de confrontación con China que Trump, su predecesor, había lanzado, pero ahora afianzada con enormes subvenciones fiscales. Es decir, el gobierno (o sea, quienes pagan impuestos) subsidia a grandes empresas para que dejen de fabricar bienes tecnológicos en China, Taiwán y otras latitudes.
En las elecciones intermedias de 2022 el partido de Biden perdió el control de la cámara baja, cuya nueva mayoría ha estado experimentado una convulsión tras otra para elegir un liderazgo que empate al culto por Trump que ha llegado a dominar a los Republicanos. A pesar de esa contrariedad, y contra todo pronóstico, Biden ha logrado, al menos hasta ahora, evitar que el congreso declare la bancarrota del gobierno americano al no autorizar los límites de endeudamiento requeridos. Pero lo relevante es que, a pesar de los obstáculos y de lo incierto de sus políticas tanto en materia económica como exterior, Biden ha logrado salir avante una y otra vez.
Además de la inflación, el electorado no le perdona su edad. Biden es un octogenario que, de ganar la próxima elección concluiría su mandato a los 86 años. Aunque Trump es solo tres años menor, la diferencia en capacidad de comunicación sin duda es notable. Esta circunstancia ha llevado a numerosos observadores y potenciales contendientes dentro del propio circuito Demócrata a exigir su renuncia a la reelección en favor de alguna alternativa más joven.
Biden es un enigma en el sentido electoral. Quienes lo hemos observado a lo largo de las décadas sabemos que su capacidad discursiva es extraordinariamente limitada e infinita su propensión a cometer errores retóricos. En los ochenta, como precandidato, lo cacharon plagiando un discurso, lo que lo excluyó de la contienda en aquel momento. Cuarenta años después sorprendió a medio mundo al derrotar a Trump, quien previsiblemente será nuevamente el contendiente para la elección de noviembre próximo.
Para México, Estados Unidos es no sólo su principal mercado de exportación, sino también su principal motor de crecimiento a través de esas mismas exportaciones. Nuestro futuro depende de la capacidad que tengamos de estrechar esos vínculos y generalizarlos hacia todo el territorio nacional, pues la derrama que las exportaciones generan se traduce en ingresos para cada vez más mexicanos. El problema es que esta lógica no es lineal: en su afán por proteger a las empresas con trabajadores sindicalizados, Biden amenaza con excluir a diversos productos mexicanos, especialmente en materia automotriz, de los términos del tratado comercial que norma nuestras relaciones económicas.
Quizá el mayor reto para México radique en que AMLO tiene objetivos que no comulgan con el mejor interés económico del país. En contraste con Biden, quien (exitosamente) ha procurado obviar las vastas fuentes de confrontación dentro de la sociedad estadounidense para avanzar su agenda, AMLO no ve razón alguna para siquiera intentar ser el presidente de todos los mexicanos: mejor polarizar y confrontar que avanzar el desarrollo del país.
México, como nación con poder medio, pero con una extraordinaria frontera y un vecino por demás poderoso -quien sea que lo gobierne-, tiene la opción de decidir aprovechar la oportunidad que esto constituye o pretender que su futuro sería más exitoso sumándose a los perdedores el sur del continente. Como en otros momentos cruciales de nuestra historia, la disyuntiva es real; la pregunta es si quien nos gobierne a partir de octubre próximo entenderá el tamaño del reto.